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HISTÓRICO
A 25 años de la caída del muro, así son los berlineses
  • A 25 años de la caída del muro, así son los berlineses | La Puerta de Brandemburgo, hoy símbolo de Berlín, quedó aislada con el muro. Solamente invitados de la RDA tenían acceso. FOTOS AFP
    A 25 años de la caída del muro, así son los berlineses | La Puerta de Brandemburgo, hoy símbolo de Berlín, quedó aislada con el muro. Solamente invitados de la RDA tenían acceso. FOTOS AFP
Por LUIS DONCEL | Publicado

Han pasado décadas, pero Susanne Schädlich aún recuerda a su madre volviendo del supermercado con las manos vacías. "Había tal cantidad de marcas de las que ella jamás había oído hablar que se vio incapaz de comprar. Vino a casa y me pidió que la acompañara. Yo veía los anuncios en la televisión y sabía asesorarla", recuerda esta escritora que pasó su niñez en la Alemania comunista, la adolescencia en la capitalista y nunca terminó de sentirse a gusto en ninguna.

Poco tiempo antes, su padre, el escritor Hans Schädlich, había caído en desgracia al defender públicamente al cantautor Wolf Biermann, crítico con el régimen. El clima se volvió irrespirable y la familia huyó de Berlín Este en 1977 para probar suerte al otro lado del muro. Eran solo metros, pero los estantes llenos de las tiendas les hacían pensar que estaban en otro mundo.

El telón de acero que traspasaron los Schädlich dividiría Europa hasta 1989. Los alemanes celebrarán el 9 de noviembre, 25 años de la caída del muro, que permitió la reunificación y que trajo la democracia a unos ciudadanos que habían encadenado la dictadura nazi con la comunista. Hoy, las cicatrices siguen ahí, pero las diferencias entre Este y Oeste se van diluyendo y las generaciones jóvenes han logrado casi olvidarlas.

"Cuando hablo con estudiantes, ninguno se identifica por su procedencia de un lado u otro. Me dicen en qué barrio de Berlín viven, pero no si son del Este o del Oeste", resume Roland Jahn, responsable gubernamental del archivo de la Stasi, la temida policía secreta comunista. Un cuarto de siglo más tarde del fin de las barreras, Alemania aprende a superar sus traumas.

Otro mundo
El muro cayó y los llegados del paraíso comunista se asombraban ante los escaparates de los primeros sex-shops que veían. Quien hoy compare a esos ciudadanos que gastaban con fruición los 100 marcos que el Gobierno de Bonn les regalaba como "dinero de bienvenida" con los jóvenes orientales actuales, comprobará que hay un abismo. "Recuerdo ir a hombros de mi padre y ver cómo de repente una multitud se abrazaba a la gente que encontraba al otro lado del muro, aunque no se conocieran de nada. Solo tenía ocho años, pero tenía la sensación de que aquello era algo muy importante, que no olvidaría", dice Katharina Marggraf, pediatra del Berlín Occidental que pasó su infancia sin salir ningún fin de semana al campo por los trámites para cruzar.

Entonces le parecía normal vivir en una ciudad-isla enclavada en otro país de la que era muy complicado escapar. Hoy, cuando se le pregunta qué la separa de los niños que vivían al otro lado, dice: "Nosotros veíamos Plaza Sésamo y ellos no. Y utilizan algunas palabras que yo antes no había oído. Pero básicamente no veo diferencias". Ella es una prueba viviente de que los viejos tópicos que describían a los del Este como quejones y vagos, y a los del Oeste como arrogantes y sabelotodo van diluyéndose poco a poco.

Pero algunas diferencias siguen existiendo. Es cierto que el PIB de los cinco estados del este se ha duplicado desde entonces, pero también que su riqueza supone aún dos terceras partes de la de sus hermanos occidentales. "La igualdad total no se ha logrado, pero los temores de la antigua República Federal de que el este de Alemania se convertiría en una región subdesarrollada que arrastraría al país no se han cumplido. Es indudable que la reunificación ha traído grandes avances", asegura el historiador Heinrich August Winkler.

Dos nombres han servido como ejemplo de la reconciliación: el de Angela Merkel, elegida canciller en 2005, y el de Joachim Gauck, jefe del Estado desde hace dos años. Por primera vez, dos personas criadas en la República Democrática Alemana ocupan los dos puestos políticos más relevantes del país.

¿Se ha convertido Alemania, tras una historia tan complicada como la del siglo XX, por fin, en un país normal? "Sí. Con sus debilidades regionales, pero normal al fin y al cabo", responde Iris Gleicke, comisionada del Gobierno para los llamados "nuevos Estados", es decir, del Este.

"Somos una democracia como del entorno. Pero el pasado no permite normalizarlo del todo", matiza Winkler.

Una encuesta de la revista Focus mostraba que un 75 por ciento de los habitantes del antiguo territorio comunista están satisfechos con el proceso que en Alemania se conoce como "el cambio". Más divididos están los occidentales, donde el "impuesto solidario" creado tras la unificación para ayudar a las zonas más retrasadas despierta antipatías. Solo la mitad de los habitantes de la antigua RFA ven en el cambio ventajas.

Viejas añoranzas
Pero las libertades que llegaron no impiden que muchos ciudadanos echen de menos determinados aspectos de la vida en el extinto país. La misma encuesta señala que el 78 por ciento de los consultados en la antigua RDA creen que la educación era mejor antes. El sistema sanitario y la igualdad entre hombre y mujer son otros de los puntos fuertes del antiguo régimen.

Los jubilados orientales ven además con frustración cómo sus pagas son aún hoy inferiores a las que reciben en el Oeste ciudadanos que han trabajado el mismo número de años que ellos en puestos similares.

"Hemos ganado muchas cosas. Pero echo de menos un sentimiento de solidaridad entre la gente que había entonces y que ahora hemos perdido", asegura Peter Steglich, exembajador de la RDA que al desaparecer su país se quedó sin empleo. En su piso berlinés, muestra la carta en la que el Ministerio de Asuntos Exteriores le comunicaba que su puesto había dejado de existir.

"Entonces había una sensación de seguridad. No existían esos miedos ahora tan habituales a perder el trabajo o a no poder ganarse la vida. Recuerdo la cara de mi hijo cuando vio por primera vez en Berlín Oeste a un vagabundo. No entendía por qué ese señor dormía en un banco en pleno invierno", asegura Dagmar Enkelmann, que salió elegida diputada por el PDS, grupo en el que se reconvirtió el antiguo partido comunista.

Enkelmann añade otra comparación: "En la RDA había problemas de alcoholismo, pero no conocíamos las drogas". Algunos se revuelven cuando oyen esto. "No echo absolutamente nada de menos. Muchas veces, cuando la gente habla de aquella época, lo que realmente añora es su infancia o juventud. Claro que tengo buenos recuerdos, pero esas alegrías eran a pesar del régimen, no gracias a él", señala la escritora Susanne Schädlich. "Bueno, sí hay una cosa que me gustaría que volviera de la RDA, el pastel de mi abuela", añade entre risas.

Cuenta Josep Martí Font, corresponsal del diario español El País en Alemania en aquellos días turbulentos, que en 1989 el invierno llegó con considerable retraso. "Nunca hay que dejar de tener en cuenta las causas climáticas en los grandes aconteceres de la historia", afirma en su libro El día que acabó el siglo XX.

Quizá el buen tiempo ayudó a inflar las movilizaciones, pero la multitud que llenó las calles el 9 de noviembre habría salido aunque hubiera granizado.

Como Roland Jahn, que corrió en dirección contraria a la marea de gente deseosa de entrar por fin en el Oeste. Él se dirigía a Jena, en el Este, donde vivía su familia, que llevaba seis años sin ver. "De esa época recuerdo lo que tenía que esperar mi familia cada vez que queríamos salir de Berlín", explica el ingeniero Sven Tesanovic mientras carga a su hijo Milan, que solo tiene 11 días de vida. Cuando crezca, el muro que una vez separó su ciudad será algo de lo que oirá hablar en clase o por sus abuelos. Por primera vez en generaciones, crecerá sin el peso de la historia sobre sus hombros.

© Diario El País, SL

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