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Durante su última gira en la Capital, a Héctor Ochoa se le ocurrió contratar un trío de fans. Una histérica que, cuando lo viera salir al escenario, lanzara un alarido; otra que fingiera un desmayo cuando tomara el micrófono y empezara a cantar, y la más joven que se trepara a la tarima, lo estrechara entre sus pechos y le robara un beso.
Y es que al final del concierto, al notar que no todo el público se pudo poner de pie para darle más estatura al aplauso; que un caballero cambió su bastón de mano para echarle la bendición; y que desde su silla de ruedas, una dama agitaba el mismo pañuelito con que secó sus mocos, el maestro entró al camerino con la certeza de que sus admiradores solo eran canosos.
"¿Quién baila un bambuco? ¿Cuándo ponen El camino de la vida en una discoteca? ¿Cuántas emisoras programan un vals?" se pregunta intuyendo que, si abrieran las inscripciones para conformar su club de fans, solo la tercera edad de Colombia querría hacer parte y disputaría su sede en algún asilo de Medellín.
Un toque de suerte
Justo hace 100 años, el papá de Héctor Ochoa, se estrenaba en el país, no solo como albañil, sino como constructor de sueños en obra negra. Lo vieron salir a principios del siglo XX del Valle de Aburrá a lomo de mula y regresar de Norteamérica con su voz atrapada entre los acetatos de vinilo que por aquel entonces parecían platos negros con rotitos en el centro.
La "Columbia Phonograph Company" contrató a la Lira Antioqueña para que traspasara las montañas de La eterna primavera hasta Puerto Berrío; llegara a Barranquilla en barco de vapor a través del río Magdalena y luego abordara el buquecito que navegó el mar Caribe y descargó a los siete músicos en los estudios de grabación de La gran manzana, ante la máquina que Thomas Alba Edison inventó para guardar las últimas palabras de una persona antes de morir.
En compañía de un tapicero, un herrero, un barnizador, un sastre, un contador y un guitarrista puro, el maestro Eusebio Ochoa inmortalizó los instantes más vitales de la única agrupación de la época que cruzó las fronteras del país a cantar los pasillos y bambucos que estaban de moda en Antioquia.
Regresaron como héroes de la patria después de conquistar Estados Unidos con sus melodías. Además de ser los embajadores de la música colombiana, fueron los primeros que entonaron en un disco el Himno Nacional en julio de 1910 para la celebración de los 100 años de independencia.
Los toca discos
Casi un siglo más tarde, Héctor Ochoa miró la misma Estatua de la Libertad que tenía 24 añitos cuando su padre la conoció y era tan jovencita que aún ni la caída de la lluvia ni de la nieve, le corroían la piel o le humedecían la axila como ese día.
El hijo de Eusebio llegó de Estados Unidos en avión, con otro reconocimiento para su colección de pergaminos, medallas, escudos y trofeos de oro, después de interpretar la melodía ante la colonia colombiana de New York que la escogió como su himno. Un caballo empinado con un vaquero encima posaban en la carátula del álbum que se titulaba El camino de la vida.
Cuando lo insertó en un equipo de sonido y escuchó maracas, trompetas, tambores y un coro de salseros que, con todos los ánimos de lucro, repetían "Deprisa como el viento van pasando...", reconoció esa misma sensación que, al escuchar un dueto de Ecuador, lo hizo arrancarse un pelo y exclamar ante la pantalla del televisor: "¡desgraciados!".
Era la primera vez en su vida que veía a ese par de trigueños. Después de interpretar el vals, con cierto acento andino, le dijeron al periodista del programa: "Tenemos que volver a Colombia a reencontrarnos con el maestro".
El saque de banda
Eusebio se fue al cementerio sin conocer un casete a mediados del siglo XX. A sus 75 años, cuando sus cuerdas vocales ya estaban desafinadas, se sentaba en la sala junto a la vitrola y le decía a uno de sus 20 hijos: "¡Caminemos!".
Héctor no respondía "¿Pa' dónde?", ni lo levantaba de la mecedora, sino que sacaba el LP de Los Pachos y le ponía ese bolero que, mientras miraba el reloj antiguo que ya no marcaba las horas.
Aunque su padre siempre les advirtió que un músico nunca sería un buen partido, Héctor cambió el fútbol por las serenatas. Y al descubrir que a sus quince años ya tenía trío, su padre le arrebató la guitarra y la puso a sonar cuando la tiró a la calle y la quebró de un solo toque.
Luego de dejarle una madre viuda, siete hermanos menores y la cuenta del entierro de herencia, el hijo número 13 por fin desistió de su carrera musical a los 19 años y se entregó voluntariamente a las filas de un banco.
Dejó de arpegiar las notas, de cantar con el Trío de Oro en los radioteatros y frecuentar los balcones de las muchachas, por contar los números, tocar la plata y recluirse en el hogar de la caja fuerte.
Escaló haciendo todos los cursos que abría la entidad, comenzó desde el cargo más bajo y terminó como un soprano del banco. Con el mismo gusto con que componía música, hizo el aseo. Aplicó las tácticas que le enseñaron en clases de barrer y recogió más basura en menos tiempo sin que se cayeran las cuerditas cafés de la escoba.
Mientras pensaba en los nombres que le pondría a sus canciones aprendía sobre títulos de valores. Fue arreglista de cuentas; intérprete de cálculos; fue el único que le encontró el parecido a un número con una nota musical y a un código de barras con una partitura vertical. Y cuando tuvo la batuta de una sucursal, conoció a la mujer que le consignó un sueño en el corazón y la hizo acreedora de su acompañamiento y de todos los intereses musicales que acumuló en 25 años de silencio.
El toque de queda
Rafael Escalona no pudo disimular el desconcierto cuando el título de la "Canción más bonita de Colombia", que tenía entre sus favoritas a las cumbias, los vallenatos, bambucos, pasillos, joropos y porros, se lo ganó un vals con apenas 4 años de nacido.
"Yo estuve muy de malas con la mía, me la interpretaron muy mal y por eso no ganó" reparó Escalona cuando El camino de la vida se llevó la primera vez la corona en 1991.
"Rafa, tienes envidia, no era un concurso para el mejor cantante sino para la composición más bella" le dijo el maestro Villamil quien, al igual que José Barros, Lucho Bermúdez y Jaime R. Echavarría, reconoció el valor de la obra de Ochoa.
El desquite era en certámenes de música colombiana donde a Ochoa le encargaban los discursos. La vengancita comenzaba cuando leía la lista de agradecimientos, enumeraba, uno por uno, a los patrocinadores, organizadores, asistentes, colegas, amigos, conocidos, desconocidos y, sentía un secreto placer, al nombrar siempre de último a Rafael Escalona y notar cómo le destemplaba el humor.
Aunque en 1999, El camino de la vida pasó por encima de La casa en el aire, Jaime Molina y su Testamento para ser catalogada como la "Canción del siglo XX en Colombia", la última vez que se vieron, no se desconocieron. Varios músicos estaban presentes en el Congreso de la República, cuando Héctor Ochoa, que sabía de números, contratos, cláusulas y gatitos encerrados, denunció cómo las casas disqueras, con una sola firma se apoderaban de las regalías que produjeran las obras en vida del autor y 80 años después de su muerte.
Al terminar su intervención ante los congresistas, Escalona le alzó la mano y le señaló una curul vacía a su lado: "Maestro, te guardé el puesto".
El toque toque
Si la vida es como un partido de fútbol, el maestro cree que está en los 30 minutos de alargue y en cualquier momento se le acaba el partido: "Ya viví más de lo que me falta". Está en la edad en que a veces se le escapan los nombres, los amigos están en vía de extinción y perdió el pudor masculino frente a las flores. Lleva el récord de 15 minutos seguidos mirando los pétalos de una orquídea en su finca del cielo donde vive con Estela, su esposa.
Ya no tiene todo el pelo oscuro ni el peinado de Gardel, "parece un puercoespín" le dijo su mujer desde su última salida de la peluquería. Ahora tiene todo el tiempo para darle vuelta a los pececitos del arroyito vecino y si sus colegas estuvieran vivos, les contaría que desde que es abuelo descubrió que "no existen notas musicales para interpretar la melodía de la risa de un nieto y ni siquiera la memoria sería capaz de reproducirla porque es irrepetible".
Pero también les confesaría que cuando están jóvenes salen con palabras llenitas de púas. "Abuelo, la música de ahora es para bailar en la disco, la suya es para sentarse en la sala con sombrero y pantuflas". El maestro prefiere callar. Tal vez algún día su nieto comprenda que aunque esa música colombiana no pone a mover la nalga, los hombros, los talones ni la cintura, es la que mueve el corazón.