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"Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. El reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa familiar, su irremplazable sitio de animal doméstico" (...)
Estas son las líneas iniciales del primer artículo periodístico de Gabriel García Márquez. En las que siguen, hay una comparación precisa de ese ruido metálico, la clarinada, siempre puntual a la media noche, con un gallo diferente a todos, "un gallo equivocado y absurdo" que se adelantaba al nuevo día, y la descripción del silencio que seguía después del toque: un silencio, no de tranquilidad, sino como el que antecede a las grandes catástrofes.
Publicada en El Universal de Cartagena, el 21 de mayo de 1948 —Gabito tenía 21 años—, esta nota se convertiría, más que en una muestra incuestionable de que el periodismo es una rama de la literatura, aunque muchos no lo quieran saber, en el canto de un gallo diferente a los de su especie, un gallo encargado de anunciar el amanecer de la brillante carrera periodística del gran narrador de Aracataca.
El Destino había señalado ya con su dedo ineluctable el 9 de abril de 1948 —un mes atrás— como uno de los días más importantes de la historia de Colombia... y de Gabito. Triste, como ninguno, por una parte, por el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, fue entonces cuando, en medio del caos, decidió abandonar la capital y, con ella, sus estudios de Derecho, y dedicarse para siempre al periodismo. Dirigió sus pasos a Cartagena de Indias y, allí, a El Universal, donde comenzó a escribir. La suya era una columna llamada "Punto y aparte". En 1950, pasó a Barranquilla. Se vinculó a El Heraldo, donde escribió una singular columna llamada La Jirafa, bajo el seudónimo de Séptimus.
Como pequeñas crónicas, contó la historia de tres zapateros, filósofos ellos como los antiguos practicantes de su oficio, y bebedores como los zapateros de todos los tiempos, quienes decidieron poner fin a sus vidas; elogió la poesía de Carlos Castro Saavedra y la de León de Greiff; maldijo el domingo comparándolo con una mujer gorda sentada, vencida por el sueño pero sin dormirse; habló de los motivos para ser perro, inspirado en la vida feliz y apacible de un can gordo y parsimonioso que gastaba sus días junto a un café, sin que le desvelara la caída prodigiosa del hueso nuestro de cada día; habló de la otra hija de Adán y Eva llamada Noaba; elogió la X porque, si bien es más bien inútil o subutilizada, acude presta a corregir, pero más que nada, porque le sirvió de pretexto para dar "un alimento adecuado para esta jirafa diaria"; trató sobre John el Horrible, un "sobrante de troglodita" que habitó Cleveland, Ohio; dio puntadas para sus novelas futuras: en algunas entregas habló de los Buendía y de la casa de esta familia fabulosa... En fin, deliciosas columnas de temas sencillos, cotidianos e imaginativos, de los cuales muchos editores miopes suelen decir que no son periodismo, como si este no tuviera la obligación de ocuparse de todas las cosas de la vida.
Después, viajó a Bogotá, para enrolarse —jamás había estado tan bien usada esta palabra, refiriéndose a la capital— en las filas de El Espectador. Una gloriosa estancia en El Espectador. Gloriosa, porque el mismo escritor considera que mucho de lo que aprendió jamás de periodismo se lo debió a José Salgar, un guía sin igual que le enseñó que en esta actividad se podía ser imaginativo, pero no fantasioso. Y era drástico con sus trabajos, que más o menos continuaba la labor de La Jirafa. Más o menos, porque en esta nueva etapa perdió la libertad que tenía en la costa. Comentarios de estrenos cinematográficos de la semana. Logró seguir haciendo de temas cotidianos columnas de gran trascendencia por su tratamiento literario, como el homenaje al inventor del papel celofán, cuando este murió de 82 años.
Grandes trabajos de reportería, como la serie originada el Chocó, con su radiografía del territorio que vivía abandonado del resto del país, en una periferia que se moría de miseria, en medio de la rapiña de los norteamericanos; el especial del desastre del Oriente de Medellín...
Era el tiempo de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla y el periodista había obtenido notoriedad en temas políticos. Apareció Relato de un náufrago, la historia del militar Luis Alejandro Velasco, quien sobrevivió 10 días en el mar Caribe, sin provisiones y esperando la llegada de aviones de rescate, hasta que las corrientes marinas lo arrojaron al Golfo de Urabá. Durante 20 días seguidos salió el reportaje en El Espectador, con gran revuelo nacional, porque, según se dice, los marinos cayeron al mar por las cargas de contrabando.
Entre tanto, salían algunos trabajos literarios de García Márquez. Cuentos, cómo no, y también la novela La hojarasca, de buen recibimiento por la crítica. Y, bueno, el cataquero se ganó en año y medio de estar en el periódico, a fuerza de talento, la confianza para viajar a Europa a cubrir la casi inminente muerte del papa Pío XII a causa de un hipo que le duraba meses. Quien estuvo a punto de morir en Roma fue Gabo. Un muchacho le recomendó alojarse en un hotel en el cual las comidas estaban incluidas en la tarifa. Entró en él. Lo disuadió de quedarse allí, el hecho de que algunos ingleses estuvieran sentados en el vestíbulo. Había alimentado algún resentimiento con Gran Bretaña, a raíz de su insistencia en reclamar las Islas Malvinas. ¡Qué tal si se queda… Los ingleses y demás huéspedes murieron envenenados. Pero el Papa no se murió de ese hipo, sino de otro, sumado a una afección estomacal, tres años después.
También se recuerdan, entre los trabajos de largo aliento, Las aventuras de Miguel Litín Clandestino en Chile, en las que el escritor relata la osadía del cineasta, expulsado por la dictadura de Pinochet, de volver al país austral durante el régimen y pasar unos días realizando actividades cotidianas como la visita al peluquero, sin ser descubierto.
Y Noticia de un secuestro, libro publicado en 1996, en el cual relata el plagio de Maruja Pachón de Villamizar, Beatriz Villamizar de Guerrero, Francisco Santos, Diana Turbay, Hero Buss y otras personas, entre periodistas, camarógrafos y empleados del Estado, secuestrados por el narcotraficante Pablo Escobar Gaviria. Si bien hubo críticos que hallaron errores de consistencia en fechas y otras imperfecciones, fue importante por la lección de reporterismo exhaustivo, ese que indaga y revela detalles, como la comida que consumieron los personajes, las palabras precisas que se dijeron, las cosas que hicieron, porque está claro que en los detalles está la vida.
"Antes de periodista, nada", nos dijo Gabo una vez en Cartagena.
Tal vez diga uno algo nuevo en todo esto al mencionar que su talento de cronista debe haber surgido, o por lo menos debe haberse avivado, con las interminables cartas que les enviaba su madre, Luisa Santiaga, a él y a sus hermanos, cuando eran estudiantes en distintas partes del país. Los hacía sentir en casa. Las escribía por capítulos, y no de un solo tirón sino en varios días. Eran verdaderas crónicas de la realidad doméstica