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HISTÓRICO
Bogotá vista desde un cerro de exclusiones políticas
  • Foto Julio César Herrera
    Foto Julio César Herrera
Por Daniel Rivera Marín | Publicado

Yolanda abre la puerta de su casa a las 9 de la mañana de este martes y todavía arrastra las últimas hilachas del sueño. Su pelo se escapa desordenado de una moña. Y después de pasar y ver en un zaguán pequeño un cuadro sin foto, donde solo hay un cartón pálido, y más allá una ventana que tiene de cortina un afiche inmenso de Julio Iglesias, sabré que una de las pocas cosas bellas de la vida de Yolanda es el significado de su nombre, que de tantas raíces puede ser tierra de riquezas, tierra de violetas o la que da gozo. Pero eso es solo la marquesina.

El frío de Bogotá no se conoce de verdad sino se va a Potosí o a una de esas montañas por donde el viento se lanza como un felino y hiere los huesos y los labios.

Acá, en la puerta de esta casa el viento es un murmullo sordo que se mete entre las costuras de la ropa. Estamos a unos metros del famoso Palo del Ahorcado, donde los muíscas rendían culto al agua y donde, dice la leyenda, se ahorcó una mujer adúltera que se llamaba Ernestina, esto después de que su marido muriera, dijeron, marcado por el demonio.

Estamos, también, a cien cuadras de la Casa de Nariño, del Congreso de la República, de la Alcaldía Distrital. Allá la ciudad inabordable, todas esas historias escondidas, el lujo de la metrópoli, los restaurantes lujosísimos y los de los corrientazos, el Transmilenio. Aquí: las calles destapadas son una herida polvorienta que se abre entre las casas y la comunidad espera que el único comedor comunitario que tenían, y que la Alcaldía cerró hace poco, abra sus puertas. 

Paso por el zaguán —y decir zaguán es una exageración porque es un pequeño pasillo que no alcanza los dos metros— y el corazón de la casa es un sofá azul y un butaca de madera en el que hay una caja con cachivaches. La sala es pequeña, mucho, y desde ahí se ven dos habitaciones desordenadas, en una de ellas una nevera. En la cocina una estufa de gas y en una olla pequeña hierve agua. Hay paredes de un rosa imposible y otras de un verde que nunca pegó bien.

—Mi nombre es Gloria Yolanda Espitia y tengo 40 años, tres hijos y él tiene 19.

Él es Cristian David Espitia, el hijo mayor, que a su lado tose estrepitoso, estertor de una enfermedad que Yolanda no sabe explicar muy bien. Resumiendo, dice, es una parálisis cerebral a la que llegó por negligencia en el sistema de salud.  Cristian no habla, no se puede poner de pie, su madre le limpia con la mano la saliva que se le escapa en un hilo trémulo de la boca. Cristian intenta hablar y ella se ríe.
Los otros dos hijos de Yolanda son Luis Alejandro Cuero Espitia, de 12 años, y Karen Tatiana Cuero Espitia, de nueve años. Y la madre explica que están en el colegio que queda al frente de su casa, y me dice que este bebé —Cristian— estudió diez años ahí, pero de la parálisis que le dio no pudo seguir.

—¿Qué le pasó?
—Él sufría. Nació con epilepsia y debido a la epilepsia el niño se fue echando para atrás. Es que él nació solo con epilepsia, pero nunca me dijeron qué problema tenía, me dijeron que eso era una fiebre o algo así, ya venía en el estómago. Cuando nació me dijeron que era un varón y yo me puse contenta, porque era mi primer hijo. Entonces después me dijeron: “pero no, el niño nació muerto”. Y yo: “cómo así”. El niño nació con problemas, no respiraba, me lo quitaron y lo metieron en incubadora.

Ese 24 de enero de 1994 solo fue el principio. En 1999, con 5 años de edad, Cristian entró a cuidados intensivos porque la fórmula que le habían recetado nunca fue la correcta. Después de la hospitalización, los médicos le formularon Oxcarbazepina, pero resultó que el medicamento no estaba en el POS (Plan Obligatorio de Salud), y la Eps solo le podía dar Carbamazepina. Entonces, claro, todo empeoró.

—Y empezaron a tomarme el pelo que Carbamazepina y otras. De aquí para allá. Es que vea, acá tengo la historia clínica. Y ahora luchando con el Sisbén. Donde el niño hubiera tomado ese medicamento no estaría así, porque él caminó, habló, estudió, conocía sonidos, colores, él era superinteligente, a él le gustaba su estudio, nada más que su estudio; las manitos no eran así dobladas, esta mano toca mandarla a operar, y el piecito ya tiene un dedo torcido.

La exclusión, de eso se trata lo que le pasa a Yolanda, viuda una vez, abandonada otra, que tiene cartas enviadas a la Presidencia de la República, a la Alcaldía, todas con sello de radicado; que tiene una demanda que prosperó para nada y otras que nunca fueron escuchadas. Exclusión, digo. Y ella se pregunta que entonces para qué votó tantas veces por los alcaldes, por los presidentes, si a ella no le responden.

***
El abstencionismo en Colombia —y esto se ha dicho lo suficiente— es, casi, la regla. Según la Misión de Observación Electoral (MOE) en la elecciones para la Presidencia de 2010 el 51 por ciento de los ciudadanos no participó. 

En esas elecciones, según la Registraduría del Estado Civil, de los 29.983.279 ciudadanos aptos para las urnas, ejercieron su derecho 14.699.845 personas.

La historia electoral del país no ha sido muy distinta, siempre más del 50 por ciento de los colombianos se ha mantenido al margen de la participación, apatía han dicho tantos.

Para el momento de la reelección del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, en 2006, el 55 por ciento de los ciudadanos aptos para votar no lo hicieron. En 2002, cuando Uribe Vélez obtuvo el poder por primera vez, la cifra estuvo en el 54 por ciento. En 1994, cuando fue elegido Ernesto Samper, la abstención llegó al 66 por ciento, una de las más altas en la historia.

En Bogotá la situación no es muy diferente, de casi 5 millones de personas que pueden sufragar, en las últimas elecciones para Alcaldía solo lo hicieron 2.325.374, y para el Concejo lo hicieron 2.247.592. Y ni qué decir de las Juntas de Acción Local, que solo recibieron los votos de 259.181 ciudadanos.

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En la oficina del concejal Juan Carlos Flórez, en el Concejo de sBogotá, trabajan cuatro muchachos muy postmodernos, cada uno en su computador portátil. Hacen trabajos de prensa, se mueven por las redes sociales, cuadran citas y ayudan con el orden del día para el próximo debate.

Juan Carlos hace parte del movimiento ASI, es historiador de la Universidad de los Andes, fue profesor en las universidades del Rosario, Nacional y Javeriana; también fue director del departamento de historia de la universidad de la que se graduó. A nuestra cita llega en Transmilenio, se toma un café y es el primero en el Concejo, lo primero que dice es que la exclusión política es un problema de dinero. Insiste en las buenas relaciones, sin eufemismos: en las palancas. Que son todo, dice.

—Según el informe del Centro de Memoria, Colombia tuvo en los últimos años más de 4 millones de desplazados, si usáramos la cifra más conservadora, diríamos que a Bogotá llegó el 10 por ciento, pero es probable que la cifra exceda con mucho eso. Bogotá siempre ha sido una receptora de los diversos tipos de desplazamiento que el país genera, aquí llegaron los desplazados de la Guerra de los mil días, porque aquí estaban las instituciones y los jefes de los partidos que los habían metido en la guerra; y también llegaron las víctimas de la guerra del bipartidismo. ¿Y adónde llegan esas personas? A la periferia, donde el Estado no llega, donde no encuentran oportunidades. Ciudad Bolívar es una localidad que ha recibido muchos desplazados.

Y es ahí, en los desplazados, donde el sociólogo Andrés Suárez encuentra una respuesta a la exclusión política y social en Bogotá —y las grandes ciudades colombianas—. Andrés es investigador del Centro de Memoria Histórica, magíster en estudios políticos de la Universidad Nacional, y en su oficina, donde solo hay un computador negro y una taza de café, dice que el conflicto colombiano, desde las guerrillas hasta el narcotráfico ha traído beneficios políticos para unos y pérdidas para otros.

Explica con experticia la exclusión política y el bipartidismo; la exclusión y el paramilitarismo de los años 80; la exclusión y la coerción guerrillera; la exclusión y las Convivir y las Autodefensas.

—Los ciudadanos, los que viven en el país urbano, no entienden la guerra después de la Constitución de 1991. Dicen: esos allá se enloquecieron, nosotros tenemos garantías democráticas. Ese mismo ciudadano dice que el desplazado viene ‘perratiarle’ la democracia porque viene de territorio guerrillero o paramilitar. Si usted hizo parte de intentos de participación política y vio exterminio eso condiciona su forma de ver el ejercicio democrático. El que viene, llega con la carga del miedo y vuelve a las prácticas tradicionales del voto, porque es un problema de supervivencia, de pragmatismo.
En la Universidad Javeriana, que está en toda la Séptima, donde Bogotá todo lo ve y todo lo siente como un gran panóptico, Martha Lucía Gutiérrez, profesora de la Facultad de Ciencia Política y directora del Observatorio Javeriano de Juventud, es menos cándida y aventura una respuesta sobre el por qué del abandono y la exclusión: Uno no participa si no tiene como vivir, dice.

La profesora Martha lanza cifras que conoce bien:

—En Bogotá tenemos una población pobre del 42 por ciento, y el 12 por ciento está en la indigencia, y esa población está en las calles. Ahora, Bogotá recibe más del 14 por ciento de la población desplazada —un cifra mayor que la del concejal Flórez— y es el municipio que más acompañamiento le hace a esa población, pero a pesar de eso no es suficiente.

Además de que los pobres tienen que arreglárselas cada día para sobrevivir, dice la profesora, rebuscar mínimos de salud, educación y alimentación, no se sienten representados por las propuestas que encuentra.

—Hoy vemos a los campesinos protestar y eso participación política, esa es la respuesta a un natural abandono de las estructuras —sentencia, escondida, en lo que parece una gran verdad.

***
He vuelto a la casa de Yolanda. Y mientras camino con Julio César, el fotógrafo, por las calles laberínticas de Potosí, recuerdo que la concejal Clara Lucía Sandoval —Partido de la U, pastora evangélica de una de las iglesias que más líderes políticos produce, que más gente ha tenido: Misión Carismática Internacional, que tuvo en un tiempo cinco reuniones llenas cada domingo en el Coliseo El Campín— me decía que hizo campaña aquí y no tuvo votos porque no hizo favores, eso dijo ella.

Toco en la casa de Yolanda y suena, desde adentro, un golpe en la puerta. Ella abre y se escapa un gatico dando tumbos. Son las ocho de la mañana y me dice que ha dormido poco porque llegó tarde de trabajar. Yolanda es recicladora y los días de lluvia no le gustan porque no puede salir a recoger cartones y botellas. Me dice que a veces no puede salir, también, porque ella sufre de epilepsia, tardíamente se dio cuenta de la enfermedad.

Nacida en Chiquinquirá, Boyacá, trabaja desde los ocho años. A esa edad estuvo interna en una casa de familia donde la intentaron violar. De esa época conserva una cicatriz en la cabeza por la punzada de un destornillador que sus patrones le clavaron. Después vagó: fue empleada del servicio en Medellín y raspadora de coca en San José del Guaviare.

¿Cómo cabe tanto, tantos kilómetros, en una vida de 42 años? —me pregunto—. Y entonces, de pronto, le digo:

—¿Usted votó en las últimas elecciones?
—Sí, pero  no me acuerdo... Por el que está ahoritica en la Alcaldía
—¿Por Petro?
—Sí. Porque me dijeron que era bueno, que no se qué...
—¿Y para Presidencia por quién votó?
—Por este señor...
—¿Por Santos?
—Sí, porque dijeron que era muy buen presidente, que iba ayudar a la comunidad.
—¿Y antes?
—Por Uribe... que porque era buen candidato. Esos políticos vienen y echan cháchara un ratico y después se desaparecen.

Y entonces, después de un silencio, sin que le pregunte nada, comenta, como asistida por toda la sabiduría posible:

—Dicen que no hay plata suficiente para las cosas. Pero yo digo una cosa: si hay plata para las bombas, si hay plata para las guerras, para tanta cosa, ¿por qué no hay plata para la comida de los pobres?

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