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HISTÓRICO
CARABOBEAR
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    CARABOBEAR |
Por ÓSCAR DOMÍNGUEZ G. | Publicado

El verbo se lo oí por la Emisora de la Universidad Nacional a Juan Diego Mejía, director de la fiesta del libro. En el programa "Tintos y tintas", de Henry Posada, Mejía invitaba al respetable público a "carabobear".

Decidí obedecerle. Recorrí la carrera Carabobo desde el viejo Guayaco hasta el Jardín Botánico. En la Plazoleta de las luces me pareció oír el sollozo de una locomotora. Escuché ecos de un discurso veintejuliero en la plaza de Cisneros.

Di un vistazo por donde quedaban los cafés Armenonville, Rodríguez Peña y La Gayola. Lo frecuentábamos "los muchachos de antes que no usábamos gomina" para oir tangos con amigos como Guillermo Ochoa, envigadeño, y Ramiro Parra, reencarnación de Óscar Larroca, bohemios primero, empresarios después.

No queda nada de la cantina de la que salió a cascarme, pico de botella en mano, una mujer que me confundió con un cliente que le había puesto conejo. Menos mal en esa época yo corría cien metros planos en 15 segundos.

Entre san Juan y Pichincha se consigue desde una aguja hasta un perro a cuadros.

En Carabobo con Pichincha ni rastros de la escalera del Caravana. Al pasar frente al viejo "suicidadero", el Palacio Nacional, hoy convertido en El Hueco, miré hacia arriba para evitar que me cayera encima un suicida extemporáneo.

Entré a la iglesia de la Veracruz, no para "pedirle mercedes" al dueño del parche, sino para darme un baño teológico-espiritual.

A un lado de la iglesia, una gordita sonriente que competía en sexapil con la "Mujer", de Botero, ponía sus encantos al servicio de algún aspirante a despachar urgencias eróticas en el resisterio del mediodía.

Después de las esculturas viene una zona tórrida de Carabobo que más vale recorrer raudos, con ojos abiertos y oídos despiertos. Algún malevo se puede enamorar perdidamente de tu celular. O de tu "flaca bolsa de irónica aritmética".

La "carabobeada" tocaba a su fin. Llegué intacto al Museo en la Calle donde me dí un banquete con los retratos que le tomó Daniel Mordzinski a una treintena de mimados por las musas.

Descubrí que con mi cámara de dos pesos, este pésimo fotógrafo que soy yo le ha tomado vistas a algunos de sus personajes: García Márquez, la poeta Lucía Estrada, en Otraparte, en Envigado, y los cronistas mayores Juan José Hoyos y Alberto Salcedo.

En ese museo callejero, un señor con dedo índice de fotógrafo famoso (Mordzinski, supongo) arreglaba el mundo con uno de sus retratados, Juan Diego Mejía, el apóstol de la lectura que invita a conjugar el verbo "carabobear".

Para calibrar cómo andaba de amabilidad el mandamás de la fiesta, le pregunté dónde quedan las librerías de viejo. Mejía interrumpió la charla con sus parceros y me enrutó, con pelos y señales. Le agradecí y en segundos entraba en la tierra prometida, el Jardín Botánico, el walhala de los libros.

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