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En sus "Seis propuestas para el próximo milenio" , Italo Calvino cuenta un cuento chino referido a la rapidez.
"Entre sus muchas virtudes -narra-, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. 'Necesito otros cinco años', dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto".
Diez años, condensados en el instante de un gesto. Diez años eternos, necesarios para la velocidad de un trazo perfecto. ¿A qué se dedicó el pintor durante el sopor aparentemente inútil de su etapa preparatoria? Antes de ella ya era hábil en su arte, de modo que cualquiera imagina que habría podido ejecutar la figura con primor.
Pero no. La historia no lo quiere así. El relato impresiona por las infinitas probabilidades que encierra. Cada lector cavila sobre la regia casa que requiere docena de pajes, sobre el tedio de días vacíos de obra, sobre aquello que comprendió el dadivoso rey y que escapa a la lógica occidental y contemporánea.
El lector es quien trabaja arduamente en la confección detallada del cangrejo. Tantos y tantos embelesados escuchas del cuento contribuyeron a la exactitud del dibujo. Al consumirse el primer lustro, la concentración de devotos no era causa eficiente de la cangrejidad redonda.
Así pues, fue imperioso duplicar el tiempo para que cada rasgo fuera aportado con conveniencia por otros cuantos seguidores de la narración. Al cabo del decenio el crustáceo estaba vivo, sus tenazas triscaban cerebros, un acorazado se posó convincente sobre la tela. Nadie, claro está, advirtió la efervescencia de la turba de dibujantes ignorantes de su potencia. Pero el resultado magnífico fue la prueba del trabajo colectivo. Únicamente los chinos, pueblo de ocho mil años ininterrumpidos, se percataron de semejante contribución. El pintor hizo de aglutinante; sus sirvientes con su número exacto, de heraldos de secreta actividad; el rey, de testigo de una realidad por entero verosímil. En cuanto a los lectores de esta historia, revivida hoy, es de desear que continúen reuniendo líneas para estampas jamás vistas.