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HISTÓRICO
Cien años de soledad con García Márquez
  • Cien años de soledad con García Márquez | Varias ediciones ha tenido Cien años de soledad. FOTOS ARCHIVO
    Cien años de soledad con García Márquez | Varias ediciones ha tenido Cien años de soledad. FOTOS ARCHIVO
Por MÓNICA QUINTERO RESTREPO | Publicado

El coronel Aureliano Buendía no fue el único que recordó "la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo", la primera línea de Cien años de soledad. Para García Márquez era una imagen que se repetía: el viejo, que era su abuelo Nicolás Márquez, que llevaba al niño, que era él, de la mano.

"Lo toqué y sentí que me quemaba —recordó Gabo alguna vez— (...) Esta imagen la tengo perfectamente identificada porque mi abuelo me llevaba a mí a conocer todo lo que llegaba a Aracataca. En esa época estaba ahí la compañía bananera, y todo lo que iba apareciendo en los Estados Unidos, todas las novedades técnicas, las traía esta compañía a Colombia, entre otras el cine, la radio, así como cosas tan estupendas como el circo y los fuegos artificiales. A mí me parecía fascinante ir todos los días de la mano de mi abuelo a la llegada del tren a las once de la mañana".

Cien años de soledad es considerada la obra máxima del Nobel, aunque cada uno tiene la suya. Álvaro Mutis expresó que, aunque le daba trabajo decir algo sensato sobre la obra literaria de su gran amigo, a quién le leía todos los originales, su obra más acabada y perfecta era El coronel no tiene quien le escriba, no obstante y sin demeritar la importancia de Cien años: "no puedo leerla —se lee en un texto de Mutis en la edición conmemorativa de la novela— sin cierto sordo pánico. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano".

Para Gabo Cien años fue una historia que estuvo desde el principio, incluso cuando escribió La Hojarasca. La historia estuvo en algo que había empezado que él le tenía como nombre La casa, pero que estaba muy joven y no estaba listo. Fue en los 60, cuando supo que podía y se dedicó a escribirla en 1966, mientras Mercedes Barcha, su esposa, administraba los meses de escasez.

García Márquez le entregó cinco mil dólares y ella los alargó seis meses, que fue el tiempo que él le dijo que tardaría en escribir, pero cuando se le acabaron, solo iba en la mitad. Entonces, cuenta Dasso Saldivar en El viaje a la semilla, él tomó su carro Opel blanco, el que había comprado con el premio de La mala hora y lo empeñó. El dinero alcanzó para cuatro meses más. "Pero Mercedes sabía que, aunque fuera por una razón tan poderosa, no debía molestar a su marido recordándole sus obligaciones cada vez que se acababa el dinero. Así que empezó a empeñar algunas joyas, el televisor, la radio, hasta quedarse solo con "tres últimas posiciones militares: su secador de pelo, la batidora con que le preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a su marido para escribir en las frías mañanas y noches de la ciudad".

Dicen algunos que lo último que empeñó fue la licuadora, pero la certeza es que Mercedes logró que el carnicero les fiara la carne y el señor del arriendo, el arriendo. También la famosa frase, después de leer el manuscrito, que no era algo que ella hiciera: "oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala".

Gabo vivió esa novela. Cuando escribió la muerte del coronel Aureliano subió al dormitorio, le contó a Mercedes, se acostó —recuerda Dasso— y lloró por dos horas. Si bien lo que más lo desconcertó fue poner fin. Un año después confesó que después de escribir Cien años de soledad se había sentido vacío, "como si hubieran muerto mis amigos". Además que, ese día que terminó de escribirla Mercedes no estaba en casa, ninguno de sus amigos contestó el teléfono y no supo que hacer con el tiempo que le sobraba. Tuvo que "tratar de inventar algo para poder vivir hasta las tres de la tarde".

La memoria que se fue yendo de García Márquez en sus últimos años estuvo siempre en sus obras y, mucho más, en Cien años. El escritor Ernesto Volkening, por ejemplo, escribió que Cien años de soledad constituye, entre otras cosas, un triunfo sobre el olvido, "el heroico y casi desesperado esfuerzo por integrar en una suerte de monumental anamnesis las gestas, ya no de una sola, sino de seis generaciones confinadas al espacio de un siglo en que, normalmente, apenas caben tres, un acto recordativo cuya fuerza evocadora se torna más intensa e irresistible a medida que va desintegrándose la lápida de los Buendía bajo la acción corrosiva del medio tropical".

De Cien años se han escrito muchísimas más páginas que las que tiene la novela. Muchos análisis. Mutis, sin embargo, lo dejó abierto: "Cada generación la recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él".

Aunque las ediciones de Cien años ya lo traigan al principio, pocos olvidarán esa lectura con lápiz y papel, tratando de desentrañar el árbol genealógico de los Buendía. Tampoco se irán jamás las mariposas amarillas o esa escena de la memoria en que a todos se les va olvidando cómo se llaman las cosas y deben poner sobre cada una el nombre, para acordarse que la mesa es mesa y no vaca.

"Los años de ahora ya no vienen como los de antes", dice Úrsula Iguarán. Quizá porque a Gabo ya no se le escuchará más su voz y porque de ahora en adelante se le escucharán más sus letras. No le pasará a él, como a la última línea de Cien años: "(...) porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra"

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