En su discurso de victoria del pasado 15 de junio, el presidente Juan Manuel Santos anunció, sin entrar en detalles, grandes reformas con las que confía que en cuatro años ninguno de sus electores se arrepienta de haberle entregado su voto. Apeló para ello al amplio abanico de apoyos partidistas con los que contará a partir del próximo 20 de julio en el Congreso.
Se hablará de reforma a la Justicia, electoral, pensional, tributaria y varias más, que pondrán al Gobierno y al Legislativo a establecer prioridades en un entorno de complejas transacciones, pues ellos saben que cuando se quiere reformar tanto, al final no se termina cambiando nada.
Para abordar una reforma política hay cosas que hay que esclarecer de antemano. En primer lugar, saber si las negociaciones de paz en La Habana van a introducir reformas constitucionales al régimen político. Ya en un punto de la agenda se esbozaron circunscripciones especiales de paz como instrumento de incorporación de la guerrilla a la política electoral.
No tendría sentido abordar una propuesta de reforma política ahora para enseguida desmontarla con lo que traiga el documento de paz –si es que se firma– desde Cuba. Que, según mensaje reiterado de la publicidad estatal, deberá ser ratificado mediante voto popular y que no contendrá modificaciones a la estructura básica del Estado de Derecho.
En segundo lugar, y muy relacionado con el anterior, hay que definir cuál será la vía de aprobación de la reforma política y su alcance: si se tramitará por el Congreso o mediante asamblea constituyente. Una decisión crucial. Luego de la Constitución de 1991, en el Legislativo se han surtido al menos seis reformas de contenido político y electoral (1993, 2002, 2004, 2005 y 2009), y una mediante referendo de aprobación parcial (2003).
Salvo la de 2004, que aprobó la reelección inmediata, las otras no han significado cambios profundos en cuanto a la forma de ejercer la política. Aunque han intentado regular la organización interna de los partidos y movimientos políticos, al final las viejas mañas siempre se imponen. La coherencia y solidez de los partidos, que es el punto de partida lógico para un buen ejercicio político, sigue siendo letra muerta.
La reforma política ha de definir la suerte de la reelección presidencial. Sobre este asunto ya nos hemos pronunciado en el sentido de proponer eliminarla, aumentando la duración del período presidencial. Somos conscientes de la necesidad que ello abre de redefinir la duración de los períodos que van aparejados al presidencial, principalmente el parlamentario.
Hay que solucionar la falta de representación en el Senado de los departamentos que por población no alcanzan a elegir senadores. Debe haber un cupo mínimo de un senador por departamento, y una combinación de mecanismos de elección nacional y regional. Y si bien no se debe prohibir la reelección de los parlamentarios, sí debe limitarse la posibilidad de que lo hagan de forma vitalicia. Una acotación lógica de períodos sirve a la regeneración política.
Finalmente, hay que dar el paso de establecer un moderno estatuto de la oposición. Sea que se elimine o no la reelección presidencial, la falta de garantías para un normal ejercicio de la oposición sigue siendo una de las tareas pendientes de nuestra democracia.
Contraposición LA VERDADERA REFORMA POLÍTICA ESTÁ EN LA FINANCIACIÓN DE LOS PARTIDOS
Por MARIO A. ÁLVAREZ MONTOYA
Profesor de Derecho Constitucional y Administrativo, Universidad de Medellín y cátedra U.P.B.
Desde 1991 se han intentado tres reformas que apuntan a la manera como se hace política en Colombia: la propia Constitución de ese año, la reforma de 2003 y la de 2009. Sin embargo todas quedaron cortas con respecto al problema de fondo: la desinstitucionalización de los partidos y la falta de responsabilidad de los mismos.
El problema serio al que nos enfrentamos es el papel que tienen los partidos en la financiación de sus campañas. Desde principios de la década de 1980 cada candidato debe buscar su financiación, y los partidos, en el mejor de los casos ayudan a los candidatos, pero muchas veces solo se limitan a otorgar el aval para la inscripción en las listas electorales.
El asunto no es de poca monta, ni requiere una solución simplista. Todo lo contrario: modificando la manera de financiar las campañas políticas y que esta solo sea a través de los partidos, la fórmula de “puestos o contratos” con la que algunos recompensan a sus financiadores se restringe radicalmente, por cuanto todos los aspirantes deben competir por una cantidad limitada de dinero. Esto debe complementarse con la financiación exclusiva de las campañas por el Estado, en donde todos estarían en campañas “pobres”, pero esto es otra historia.