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HISTÓRICO
Como Úrsula Iguarán, Gabo también parte un Jueves Santo
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Por José Guillermo Palacio | Publicado

Qué tan grande pudo ser el esfuerzo de Gabo para morirse un Jueves Santo. Quizás lo planeó, como prolongó en su libro Cien Años de Soledad la muerte de Úrsula Iguarán, quien cumplió con su promesa de morirse después de las lluvias.
 
“Amaneció muerta el Jueves Santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano (el antepenúltimo de los aurelianos, el último cierra la estirpe y se lo comen las hormigas) y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra  las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”.

La muerte el Jueves Santo de Úrsula trae a mi recuerdo una conversación con Gabo en uno de los talleres al que asistí como su estudiante en la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, en Cartagena. Una noche de largo diálogo le pregunté por la muerte de Úrsula… Luego de segundos de suspenso respondió: Paisa, ese fue uno de mis yerros en el libro. Siempre la reduje tantas y tantas veces que lo hice con el propósito de enterrarla en una cajita de betunar zapatos, pero al final de la mañana en que narré su muerte no pude recordar en qué tipo  de caja la iba a sepultar. Lo pensé muchas veces y luego la dejé en una canastilla. Caramba, dijo, cuando mandé el libro a impresión volví recordar la cajita de lustrar zapatos pero no quise corregirlo, estaba demasiado cansado.

Úrsula era una suerte de mujer bíblica, la misma que dio origen a toda la estirpe de los Buendía, a los que una vez paría revisaba todo su cuerpo para vigilar que no nacieran con cola de puerco.

En algunas de sus furias en pleno esplendor de Macondo, cuando los José Arcadio lanzaban el mundo al cielo en parrandas de trago y acordeones de nunca acabar o cuando los Aureliano instalaban la guerra en el pueblo y ordenaban el fusilamiento de sus mejores amigos por estar en el bando contrario, Úrsula siempre tuvo una sentencia apocalíptica para apaciguarlos al advertirles por qué estaban vivos. El que hubiese nacido con cola de puerco, como un primo suyo, hijo de un amor incestuoso entre primos, lo hubiese degollado con el cuchillo de la cocina.

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