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En estas vacaciones finalmente visité a mi hermana que tiene el privilegio de vivir en un encantador y adictivo pueblo en la Costa Brava Catalana. Con la idea de no quedar atrapado en la confusión cerebral que produce el jet lag trasatlántico, especialmente si es el primero en tu vida, decidí ir a la playa a ventilar mi cabeza con la advertencia que era una playa topless. Pues el remedio fue peor que la enfermedad.
En la corta caminata al mar, me fue invadiendo una mezcla de sentimientos de curiosidad con otros menos dignos. Con el precedente que este pueblo es el destino de espigadas nórdicas que no desean confundirse con las paredes blanquecinas de los pueblos mediterráneos, mi nivel de expectativas se había elevado más que las torres medievales que custodian las playas de Tossa de Mar. Al comienzo todo iba de maravilla, un par de primeras visiones parecían confirmar las preconcepciones, pero era solo cuestión de tiempo para que eso se derrumbara.
La verdad es que este tipo de playas son muy peligrosas. A diferencia de lo que dice sobre el topless la siempre bella Elle Macpherson, ya entendí por qué en EE. UU. es contra la ley el topless en las playas y en cambio la gente puede comprar armas de fuego. El paso del tiempo sobre nuestras humanidades y sus efectos meteorizantes, como llaman los geólogos a "la desintegración y descomposición de una roca en la superficie terrestre o próxima a ella como consecuencia de su exposición a los agentes atmosféricos con la participación de agentes biológicos", le tumba el frenesí al más entusiasta. Viendo a un vecino y una vecina de estera, y también me incluyo en el concierto del deterioro físico, hasta el paisaje se viene al suelo. No se explica uno cómo fue que solamente hasta 1666 alguien que descansaba en un huerto en el condado de Lincolnshire rodeado de manzanos, se hizo consciente de los efectos de la gravedad sobre los cuerpos.
Pero si es difícil entender la demora para comprender el fenómeno gravitatorio, uno entiende que estas playas no se inventaron, como uno andinamente pensaría, para el disfrute de los hombres. La ganancia es para las mujeres. Liberarse de las tiras del brasier y del miedo a que una ola les juegue una mala pasada, que el sol tenga menos obstáculos para tocar sus pieles y que sus bronceados sean pinturas menos interrumpidas por líneas y triángulos trazados por la sombra de algún textil, son victorias para las ellas de todas las edades. Por ejemplo, es grato ver la sensación de libertad con que corren las niñas en la arena, sin tener que preocuparse por algo de lo que no tienen por qué avergonzarse, de tú a tú con los niños en un ambiente de igualdad que es más fresco que las brisas del mediterráneo que medianamente neutralizan el calor del verano.
Después de muchos atentados visuales, concluí que prefiero las playas en las que la prohibición o el no uso del topless nos devuelven la ilusión que genera el secreto parcial y el beneficio de la duda que incluso un bikini produce. Tanta realidad mata la ficción, así el ocultamiento conlleve el desgarre de algún músculo ocular o del cuello por intentar ver el más allá.
Tantas elucubraciones por algo tan simple como una playa donde hay un tercio de ropa menos, es una indicación de que necesitaba vacaciones, pero tal vez es una señal de que necesito más.