viernes
7 y 9
7 y 9
Rodolfo Santos * permanece acostado con la espalda y la cabeza levantadas. Está en casa. Desde la cama hospitalaria de su habitación limpia y bien iluminada, a través de los cristales de la ventana, se ve un paisaje de vacas en un campo plano, unos eucaliptos, las ruinas de una vivienda, una llovizna casi imperceptible y un aire lechoso que cierra la visibilidad un poco más allá de los animales, como un telón. Parece que se viera el frío. Sin embargo, su cuarto es tibio.
A veces, su hermana Marta Elena* se acerca para abrazarlo, darle un beso o expresarle alguna palabra tierna. Desde la enfermedad de Rodolfo, un trauma encefalocraneano producido por una caída desde su altura, poco más de un metro con 75 centímetros, sucedida hace seis años, la cual lo dejó sin posiblilidades de valerse por sí mismo y con el entendimiento limitado, decidió que rompería con ese modo de ser, afectuoso sí, atento a los demás también, pero marcadamente inexpresivo, que la ha inhibido —lo mismo que a los demás de la casa— para dar una caricia o decirle a alguien que lo ama.
Dueña de una voz ronca, producto de sus inseparables cigarrillos, dice:
—Tal vez para esto sea lo único que ha servido el accidente de Rodolfo —sorbe café; da una fumada a su cigarrillo y no piensa en el humo que se va hacia adentro de su organismo—. Ya, cuando llega mi otro hermano de visita, no me mido para saludarlo con un beso. Y a todos los demás.
El humo sale por su boca envuelto en palabras al contar que él era ingeniero administrativo y laboró por años en una compañía textil. Menor de diez hermanos, vivía en casa con su madre y las tres hermanas solteras, ella entre esas. Vivían en Medellín. Él llevaba una vida normal. Salía algunas veces a tomarse unos tragos. Odiaba el cigarrillo. Con las tres hermanas, solía ir de paseo a una casita que tenían en Fredonia. De vez en cuando, una de las casadas, Constanza*, venía de Los Ángeles, California, a visitarlos. Una gringa. Su mentalidad es la de una completa gringa. Tantos años por allá, usted sabe. De pronto, surgió la noticia de que la textilera sería vendida. Rodolfo llegaba a casa cada noche y repetía: "Eso se va a acabar". Parecía temer por el fin de su empleo. Hasta que el 20 de febrero de 2008, a la hora del almuerzo, salió con un compañero a dar una caminada corta cerca de la oficina. De pronto, la caída. Desmayó. El estrés lo haría desmayar, supone Leticia*, otra de las hermanas, quien por atender una diligencia no está con nosotros en casa.
Rodolfo entró a cirugía. Tratarían de curarle los hematomas cerebrales, de limpiarle la sangre derramada. Después, no despertó. Quedó en coma hasta agosto del mismo año. Su regreso fue paulatino.
Intentó sin éxito mover una pierna para bajarse de la cama. Leticia le dijo:
—Tuviste un accidente grave y te hicieron una cirugía en la cabeza. No podemos hablar y no podemos movernos.
Y ese hombre lloró. Y volvió a llorar otras dos veces. Luego de eso, aprendió a reconocer las letras para formar palabras, a decir sí mostrando el dedo índice y no mostrando el índice y el del corazón.
—¿Díganos, usted dónde vive, niño? —le inquiere Nubia, la enfermera que va a ayudarles a alistarlo, "cuando estamos muy extenuadas". La pregunta es para darnos una idea de sus habilidades.
Rodolfo saca una mano de las mantas, la izquierda, la única que mueve, y se la lleva a su ceja derecha. Es su manera de indicar que vive en La Ceja. Allá fueron a parar los cuatro hermanos hace un mes. Dejaron la ciudad y parecen satisfechos de su decisión. El clima, la tranquilidad y, sobre todo, el silencio.
—¿Cuéntenos qué ve por la ventana?
Él empuña una linterna. La enciende. Dirige una luz de punto a un tablero de tela que tiene en la pared de enfrente con el abecedario. Va señalando letra por letra hasta formar la palabra "vacas"; después, "Luna".
Sabe indicar cuántos años tiene, va mostrando su mano abierta 12 veces y después solo dos dedos.
¿Lo entiende todo?
—No —asegura Marta Elena, ya en una habitación contigua en la que hay dos camas, mientras me muestra fotografías. Las tiene en un computador portátil, en un archivo que ha nombrado «Rodolfo antes y después». Se ve un tipo fortachón y de aspecto elegante, algunas veces con sombrero blanco—. Él es como un niño. Responde bien preguntas sencillas; no complejas. Tiene una desconexión entre pasado y presente. Un médico primo nuestro dice que su cerebro se protege olvidando lo doloroso; de lo contrario enloquecería.
Si les hubieran dicho que después de la cirugía de cerebro podía quedar así, en estado semivegetativo, ellos no lo hubieran dejado operar.
Cuenta que han dividido las labores. La Mona le hace la comida; Leticia reclama su pensión y lo representa legalmente por su interdicción, y ella, lo baña, cambia sus sondas de orina y le lava los dientes. Con ayuda de una grúa, las mujeres, mayores que él, lo levantan y le ponen los enemas por el recto para extraer sus heces. La EPS les quitó la enfermera hace tiempos.
En conversación anterior, Leticia cuenta:
—Yo ya hice una carta en la que digo que a mí nadie me va a entubar ni a prolongar la vida, si llego a sufrir un accidente igual al de Rodolfo. A mí nadie me va a retener. Ya la autentiqué en una notaría.
Un acto de heroísmo
Como si hubiera sido ayer, doña Gloria recuerda el día en que su hijo Roberto Jaramillo madrugó para encontrarse con la fatalidad.
De eso hace 15 años y siete meses y Roberto tenía 26 años. Era un bombero. Solía decirle a su madre que él tenía que vivir confesado, porque en ese oficio, la vida puede perderse en cualquier momento y él no iba a dejar de salvar a nadie por miedo.
El amanecer de un 14 de julio, Roberto salió de su casa en Villa Sofía para ir a la estación central. Sin emergencias que atender, se ocupaba de alistar una de las máquinas. Antes de las siete, una llamada informaba que un obrero de Empresas Públicas había caído en un hueco de alcantarillado en Barrio Triste.
—Que vaya Roberto —ordenó el capitán.
Ni el superior ni nadie —enfatiza doña Gloria— habló de llevar equipos de protección. Parecía un caso sencillo. Hacía menos de dos semanas, el mismo Roberto había extraído a un borracho de un hueco semejante cerca a la Universidad Nacional.
En el sitio del hecho, Roberto comprobó que el técnico yacía en el fondo de un pozo de siete metros de hondo que tenía agua en su suelo.
—Me meto o no me meto —preguntó en voz alta el bombero, según contaría después un testigo—. Pediré refuerzos.
Pero en esas, la gente fue arremolinándose alrededor de la escena y comenzaron a hablar, a tratar mal al socorrista, a decir que para eso están los bomberos.
Roberto entró. Contarían después que no bien había bajado algunos escalones de esa escalera de hierro que suelen tener los alcantarillados empotrada en sus paredes cuando el socorrista cayó inerte, como un bulto encima del obrero. Roberto estuvo 13 minutos en el fondo del pozo.
Albeiro Estrada, otro bombero asignado, descendió por los hombres, él sí con protección boca y nariz. Diría luego que se encomendó a los santos y llegó a los cuerpos. Se sumergió en aguas negras y pútridas, tomó primero a Roberto, inconsciente, y lo echó a sus espaldas. Subió con él hasta la mitad, donde otro socorrista lo esperaba para recibírselo. Después, al otro hombre, que ya estaba muerto.
Los médicos determinaron que ambos habían perdido el conocimiento por inhalar gases tóxicos.
Permaneció en coma varios meses. Estaba en ese sueño profundo cuando se mudaron de casa a la que ahora ocupan, en Castilla. Abrió los ojos. Nada dice.
Su padre, Javier, quien fue arriero en su juventud en Sabanalarga, tiene las fuerzas intactas. Él es quien lo levanta para que ella lo bañe y lo vista.
En un cuarto en el que hay más de 170 camándulas, imágenes de santos, recortes de prensa y diplomas a la valentía, su madre lo incorpora para introducirle la mediamañana, un líquido café amarillento, por una sonda gástrica que le sale por el pecho. Dice:
—Él nos decía que nos iba a dar casita. No nos la dio, pero es el que paga el alquiler con la pensión de invalidez que recibe.
*Nombres cambiados