Tal vez esta primera frase sea un lugar común, uno de tantos ya dichos y repetidos sobre el nivel de lectura en el país, pero es uno necesario, uno que debería ser reiterado hasta el hastío: un país que no lee es un país que no ve.
Y nosotros vemos muy mal, eso es seguro.
La ceguera intelectual que vive Colombia por los pobrísimos niveles de lectura (y no solo de lectura, sino del consumo general de cultura: cine, teatro, arte, eventos culturales, etcétera) es ya más que preocupante, inaudito.
Según cifras de 2013, los colombianos leemos 1,9 libros al año, lo que está muy por debajo del promedio de países como Chile (5,4) y Argentina (4,6). Las comparaciones son odiosas, pero en este caso, necesarias.
Y es que la literatura y la cultura no son beneficios abstractos, como muchos creen. La cultura, en todas sus derivaciones: crea, moldea, altera y rehace el pensamiento. Libera el criterio. Deshace las ataduras conceptuales que muchas veces, para tomar una decisión importante, nos limitan y circunscriben —por esa misma escasez reflexiva— a un restringido radio de opciones.
Leer no nos hace más inteligentes pero sí más perspicaces. Un buen lector no come cuento: él lo prepara, lo dice y lo hace creíble a los demás. Es el que toma la batuta. El que decide con fundamentos y sopesa una decisión desentrañando su médula, deshilándola, convirtiendo sus partes en opciones distintivas. El que, a fin de cuentas, elige con la claridad del juicio ilustrado.
Por eso muchas veces votamos como votamos; desconocemos quiénes nos gobiernan o no sabemos, entre otras cosas, diferenciar entre una propuesta y una mentira, entre una posibilidad y un espejismo. Sabemos del olvido pero no del recuerdo. Y olvidar no es otra cosa que desconocer muchos principios fundamentales, por ejemplo: que la historia de nuestro país es una sucesión de indiferencias tejidas con sangre.
Dejemos la seguridad de lo conocido y tomémonos el tiempo de experimentar otras sensibilidades: de escuchar a
Tchaikovsky o a Los Gaiteros de San Jacinto, de leer una novela de
John Banville o un cuento de García Márquez, de ver una película de
Michael Haneke o entender por qué Sibboleth (la grieta) de
Doris Salcedo caló en el exterior con una sensibilidad profunda.
La cultura nos está llamando. Y está en nosotros, en nadie más, abrirle la puerta
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