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7 y 9
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Hay un ejercicio que acostumbro hacer con mis estudiantes de redacción. Para empezar, les pido que traigan un diccionario, no uno de bolsillo, sino uno que sientan repleto de palabras. Luego les digo que lo abran y busquen palabras, así no más, como si tiraran el anzuelo a un río. Casi siempre las aguas se abren y las palabras empiezan a chapotear. El ejercicio empieza a prolongarse cuando los estudiantes descubren lo que en realidad es una palabra que creían saber lo que era o cuando encuentran otra que no tenían ni idea que existía.
Las palabras que han salido de estos ejercicios son muchas y cambian de generación en generación. Incluso, he llegado a inquietarme porque salen palabras que en algún momento, para mí, era imposible que los demás no supieran, y no hablo de palabras rebuscadas como "dextrógiro" o "zurriburri", sino de algo simple como "orear" o "expurgar", pero no importa, jamás he llegado a decirle a un estudiante cómo es posible que no sepa lo que significa tal cosa. El universo de las palabras es tan vasto que uno apenas puede emocionarse con ellos, escuchar nuevamente la definición y sentirse feliz porque una palabra está repleta de palabras y así hasta que todo se convierte en un juego infinito.
De este juego de palabras han salido varios artículos que luego se han publicado en periódicos. Me acuerdo de uno que empezó con la palabra "mesar" y luego salió una historia sobre la tricotilomanía. Jugar con las palabras, conocerlas, aprenderlas como si fueran poemas es de las cosas más encantadoras que hay.
Pero el diccionario no siempre fue mi mejor aliado. Recuerdo que cuando estaba en la escuela y leía una palabra que no sabía, le preguntaba a mi padre por el significado. Él me miraba y apenas me decía: "Busca en el diccionario". A pesar de que me daba mucha pereza, yo debía entonces coger ese inmenso libro y pasar las páginas hasta encontrar la letra. En aquel entonces, me pasó muchas veces, la palabra que yo buscaba no aparecía por ninguna parte.
Me acercaba a donde mi padre y le decía que la palabra que buscaba no estaba. "¿Estás seguro?", me preguntaba. "Seguro", respondía yo algo enojado porque había perdido el tiempo. Él cogía el diccionario y en ese instante ocurría algo asombroso. En una milésima de segundo algún duende echaba en las páginas esa palabra que a mí se me había escabullido y por eso él la encontraba sin ningún problema. Me leí con amor profundo la definición, como si no le disgustara repasar algún significado que él sabía, mientras yo empecé a entender que ese libro era asombroso.
Tal vez por eso, como un astronauta, cada semestre dedico un par de horas con mis estudiantes a explorar el desconocido mundo de las palabras, y cada hallazgo nos pone felices, como si descubriéramos una galaxia en la oscuridad.