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HISTÓRICO
El sembrador del bosque de esculturas
  • El sembrador del bosque de esculturas | Julio César Herrera | Salvador Arango prepara una escultura monumental para el aniversario de la Universidad de Medellín. Un hombre volando en brazos de Prometeo y recibiendo de éste el fuego.
    El sembrador del bosque de esculturas | Julio César Herrera | Salvador Arango prepara una escultura monumental para el aniversario de la Universidad de Medellín. Un hombre volando en brazos de Prometeo y recibiendo de éste el fuego.
John Saldarriaga | Publicado

Si fuéramos a hablar de salvación, a Salvador Arango no lo salva del todo la crítica. Ese artista que ha sembrado más de cincuenta esculturas monumentales en diversas ciudades del país, produce en los comentaristas de arte sentimientos encontrados, mientras que entre la gente común y corriente, genera la idea de que sus obras son lugares de encuentro para expresar sus sentimientos.

A él no parece importarle la crítica. Ni los críticos. Se complace con la segunda circunstancia, la de la gente, y considera que la primera es la cuenta de cobro que esos seres que hablan de tendencias y pretenden marcar el gusto general, le pasan por ser un artista independiente y que se ha hecho solo.

Los detractores dicen que no; que ese hombre nacido en Itagüí, junto a la quebrada que, longilínea, separa a este municipio de Medellín, no tiene una obra consistente. Y que los pies de sus figuras no son pies, ni siquiera interpretación de pies, sino cascos.

Él explica este asunto diciendo que es minimalista y no se detiene en esos detalles; "tampoco hago dedos en las manos, ni orejas ni cabello, y los rostros son insinuaciones".

No obstante, el más importante crítico de Antioquia, Leonel Estrada, dice, en cambio, que él tiene un lugar en la plástica colombiana. "Lo respeto".

Libe de Zulategi no da un sí rotundo a la obra de Arango. Ella, biógrafa del artista en el libro Salvador Arango, que la Alcaldía de Itagüí mandó a hacer a Editorial Colina en 1995, señala que no puede decir que es el mejor, "como él quisiera", pero que valora algunas de sus épocas, especialmente las iniciales, cuando se detenía a experimentar con materiales reciclables.

Sean las cosas como sean, Salvador Arango es uno de los artistas que más obras tridimensionales tiene en espacio público en el país y en el Valle de Aburrá.

¿Quién no ha visto sus flacas figuras que parecen querer levantarse del piso? En Medellín, por ejemplo, los humanos negros de La vida, una obra que permanece en el Centro Suramericana. O los que parecen danzar con brazos extendidos al cielo, en La alegría de vivir, en el centro comercial Oviedo. O el gardel sin sombrero y con guitarra, cercano al aeropuerto...

Además de flacos, los humanos de Salvador se conocen a la legua porque están formados por planos. "Eso, puede decirse que lo encontré haciendo La fecundidad, la obra que está en la entrada de Envigado -dice el artista-. Cuando vi los planos que estaban formándose en la espalda, pensé que eran buenos, me gustaron y los dejé".

Al principio fue el fuego
Esa quebrada que hoy es longilínea, por la canalización, es la Bolo, según Salvador Arango: "y nosotros somos del lado de Itagüí". No, es la Jabalcona, según Armando Arango, uno de sus sobrinos, el que se encarga de la fundición de sus obras de pequeño formato. Debe ser que Salvador, quien se fue hace tantos años de la casa y del lado de sus parientes, aunque no deje de visitarlos, ya olvidó este detalle.

Ahí se crió. Nacido el 10 de enero de 1944 -"soy capricornio", dice, pero sin brindarle la menor importancia a esta circunstancia; lo dice más bien como un dato que la gente suele dar cuando habla de sí- el menor de seis hermanos en una familia de jornaleros, le ganó a lo inevitable: el destino implacable que le entregaron, del mismo modo que los mayores le pasaban los zapatos y los pantalones viejos.

Ayudaba a su padre, Genaro, en los oficios de la pequeña parcela, en la cual cultivaba café, y en el tejar que el viejo montó para fabricar tejas y ladrillos. Y fue el barro lo que lo hizo escultor. Lo amasaba y los convertía en juguetes que cocinaba en ese mismo horno en el que se cocían los adobes. "Yo como que me quería meter en el fuego con la arcilla". La sensibilidad la heredó de su madre, Mercedes, quien la expresaba sembrando flores y acariciando gatos.

Si fuéramos a hablar de salvación, a Salvador Arango no lo salvan del todo sus mujeres. Ese hombre que ha sembrado las semillas de cinco hijos en tres esposas, apenas ahora salió de una bohemia larga. Y eso porque casi lo matan los médicos hace dos años. Cayó enfermo y no le diagnosticaron la apendicitis que tenía sino que lo trataban de mil cosas diferentes. Al final, una peritonitis casi lo mata. Y si lo amasaron y pararon de nuevo, "ya no es el mismo con el que parrandeamos y tomamos tanto licor -cuenta Armando-; nos dice de antemano: 'veámonos, muchachos, pero de una vez les digo: yo no puedo beber'".

En la época de las bombas que ponía el cartel de Pablo Escobar, cuando la ciudad se quedaba sola a las diez de la noche, "a mí era el único que me daban las dos de la mañana buscando un bar donde me sirvieran el último trago". Para ello, bajaba de Enciso, donde ha tenido su taller por años.

Esto y la concentración en el trabajo de artista, hicieron aburrir a sus sucesivas esposas. "Yo me metía al taller a experimentar con colores en el bronce -porque le vi a Dalí, en una exposición en los Campos Elíseos, unas esculturas coloridas y me dije "esto también lo podemos hacer en Colombia-. La esposa me decía a las seis de la mañana: 'qué tal si hoy vamos a visitar a mi mamá'. 'Sí, cómo no, en un rato'. Pasaban un momento y ella me volvía a decir: 'son las doce, qué tal si nos vamos'. Sí, en un momento'. Lo mismo a las dos y después me daban las siete de la noche y ya no íbamos a ninguna parte".

Por eso, él piensa que del primer divorcio no tuvo culpa; del segundo, le queda la duda de haberla tenido y del tercero no le cabe la menor duda de tenerla. Y en cuanto a mujeres, que siempre necesita una a su lado porque le teme a la soledad, decidió tener más bien una novia, con la cual haya más amor que obligación.

Porque si fuéramos a hablar de salvación, a Salvador Arango no lo salva otra cosa que su dedicación al arte. Su defectos... ahí los va purificando en fuego.

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