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Puede que Florcita sea perezosa, que se mueva tan lento como una nube en verano, que solo abra la boca para llenarse de comida. Puede que sea todo eso y más, pero los 100.000 pesos de “salario” que consigue posando para las fotos, le dan sustento a una familia de dos padres y cuatro hijos.
Florcita es un oso perezoso, el orgullo de Amparo Ríos Pineda y una de las decenas de especies salvajes que los turistas se mueren por ver en Puerto Alegría, un poblado peruano a orillas del río Amazonas.
Ubicado en la selva, a 30 minutos en lancha desde Leticia, alberga a 570 personas que aguardan con ansias la visita de los barcos llenos de colombianos. En cada arribo, un guía suena el silbato y con parsimonia salen de sus ranchos de tabla un montón de matronas de rasgos ancestrales, piel terracota y anchas caderas.
De sus cabellos, dedos y faldas cuelgan culebras, lagartos, loros y tortugas; también Florcita, que no se aleja del seno de Amparo. “¡Papi, mirá ese perezoso!”, grita con los ojos iluminados una niña pereirana, que acaba de llegar.
Se acerca y el animalito mueve las extremidades, como el mimo que dibuja una pared imaginaria. A su lado una de las matronas sostiene un tarro, receptáculo de las propinas que dejan los visitantes, boquiabiertos de contemplar estas rarezas.
Las señoras explican que el dinero se reparte entre 21 familias, y en promedio les toca de a 20.000 pesos semanales.
Visto desde la percepción colombiana, lo que hacen sería ilegal. De nuestro lado del río las normas son tan severas, que la justicia condenó a cuatro años de cárcel a una mujer de Leticia, porque la descubrieron en el aeropuerto local con 150 huevos de tortuga taricaya (19/2/12).
La divergencias en la legislación ambiental son el talón de Aquiles en el Trapecio Amazónico, una región selvática en la que convergen las fronteras de Colombia, Perú y Brasil. Lo que es delito en una orilla, es legal en la otra, y esto es sabido y aplicado por quienes se benefician de la fauna.
Muestre, ¡pero no venda!
Carlos Cruz, líder comunal de Puerto Alegría, manifiesta que “la ley aquí en Perú es un poco más flexible, quizá por la distancia que estamos y también por permitir que unos centavos se puedan ganar”.
En 2011 fue la última visita a la comunidad de un delegado de la Fiscalía de Caballococha, la urbe peruana más próxima (50 km). El funcionario revisó el estado de los animales y les advirtió a sus cuidadores que podían exponerlos, pero jamás venderlos.
La vigilancia del acuerdo es por cuenta de la Policía Fronteriza. “Se firmó un documento con un fiscal, que viene por temporadas a supervisar”, dice el suboficial Julián Sahuarico, miembro de esa institución.
La necesidad del turismo llevó a los residentes a especializarse y construir en tablas el hotel Irapay, cuyo gran atractivo es Hanaco (“niña bonita”), una hembra de manatí nombrada así por un biólogo japonés. Los pescadores la rescataron de la red en la que murió su madre y prometen liberarla cuando cumpla dos años (tiene ocho meses).
La misma promesa elevó Romer Murallare, quien en su propiedad alberga a las anacondas Margarita y Pacho (de dos metros), al caimán Pablo, al simio Martín y al perezoso Juanito. “No sé si es malo tenerlos así -apunta señalando la jaula de las serpientes- pero estoy acostumbrado a ellos y ellos a mí. Cuando los suelto, vuelven”.
El líder Carlos enfatiza que su gente no explota especies, sino que las conserva. “Los animalitos se han adherido a la familia, no es que estén en cautiverio”.
El vivo ejemplo son Amparo y Florcita. “La encontré en la selva, llorando porque la mamá se cayó del árbol y murió. La he criado con tetero y ya come solita”, narra la mujer, acariciando el gris pelaje de su quinto hijo.
Las carnes prohibidas
Un tipo distinto se exposición se ve en los restaurantes de Santa Rosa, una isla en litigio, con población mayormente peruana. Allí, mientras almuerzan, los comensales pueden ver animales amarrados o en jaulas.
El dueño de uno de estos establecimientos es el envigadeño Carlos Barón. “Los micos los traen indígenas de Brasil, algunos abaleados, y los obsequian a cambio de comida o gaseosa”, relata, mientras una marimonda trepa una columna de su negocio.
Su esposa se enamoró de los primates, los curó y tramitó las licencias ante el Servicio Nacional de Sanidad Agraria (Senasa) de Perú, que le ha permitido tenerlos en el restaurante. “Ellos (los funcionarios) vienen a vacunarlos, nunca nos han multado”, precisa el comerciante paisa, quien desconoce por qué su país de origen, que queda a un minuto en bote, lo prohibe.
No todo es amor cuando se habla de fauna en el Amazonas. La legislación brasileña (y también la colombiana) prohibe la comercialización de carnes de animales de monte, como el venado, tortuga, boruga o paca (roedor gigante), danta, manatí, armadillo y pauji (ave). La realidad, sin embargo, parece contraria.
En la feria de mercado de Tabatinga, ciudad intermedia brasileña, los comerciantes son conscientes de la restricción y aún así venden a 12 reales (9.600 pesos) el kilo de boruga, venado y pauji.
Roberto, quien ofrece en su tablón una boruga cortada por la mitad, dice que la carne es traída a la feria desde la selva peruana y brasileña, por el río Yavarí. “Es prohibido, pero nosotros vendemos cuando la autoridad no está, porque es nuestro medio de vida”, confiesa con sonrisa nerviosa.
Un colega suyo, que omite dar el nombre mientras refunfuña y pide que no tomemos fotos, recuerda que estuvo preso por vender esas carnes.
“Esta es una ciudad pequeña y la gente conoce los coches de la Policía, por eso cuando llegamos a la feria ya no están las carnes. Nuestros controles son en el río, antes de que lleguen aquí”, señala Gustavo Pivoto, delegado de la Policía Federal en Tabatinga.
Explica que el tráfico de especies en su lado de la frontera tiene como víctimas principales a las aves y peces ornamentales del río Xingú y el departamento de Pará. Las rutas de los animales son Islandia-Iquitos-Lima (Perú) y Leticia-Bogotá, ocultos en bolsas y equipaje.
Pivoto denuncia un problema cultural de su nación. “A los ricos y pobres les gusta comer los huevos de tortuga, es común en esta época del año, cuando los ríos están bajos”.
Controles
“¡Ay, algo me picó!”, gritó el intendente Carlos Ríos cuando andaba por el matorral, rumbo a un operativo contra la tala ilegal en Leticia.
Una serpiente venenosa le perforó la bota con sus colmillos, dándole una probada del riesgo que implica ser de la Policía Ambiental del Amazonas. Fue en 2009, mas lo recuerda como si fuera ayer, porque aunque el veneno no entró a su torrente sanguíneo, el suero antiofídico lo noqueó una semana.
Ríos ya es experto en capturar babillas y culebras que en tiempo de invierno se meten a las casas de los leticianos. Su récord es una anaconda de 7.15 metros que apareció en una cancha de fútbol (13/4/12).
Él cree que los controles al tráfico de fauna son más fuertes en Colombia. En eso influye que en su frontera haya una capital de departamento con acceso a todos los servicios y presencia institucional, donde para hacer los operativos hay Policía, Ejército, Armada y Fuerza Aérea; en cambio, en Perú y Brasil hay poblaciones alejadas de las metrópolis (en el Trapecio), siendo más grave el caso peruano.
Según el Informe de Control y Vigilancia de Fauna Silvestre de Corpoamazonía (autoridad ambiental colombiana), las rutas de tráfico cruzan los ríos Caquetá, Putumayo y Amazonas. En 2012 decomisaron 524 ejemplares vivos, 4.746 huevos, 47 colmillos y 241 kilos de carne. La mayoría de capturas son por el delito de aprovechamiento ilícito de recursos naturales (art. 328 del Código Penal).
La regulación parece tan dura, que Amazonas ni siquiera tiene zoológico, porque Corpoamazonía lo cerró hace ocho años.
John Jairo Arbeláez, ingeniero agroforestal de la entidad, reconoce lo difícil que es coordinar las jurisprudencia de los tres países, pues hay trámites que dependen de Cancillerías y otro ministerios. El año pasado hubo un avance, un acuerdo con el Programa Regional de Recursos Forestales y Fauna Silvestre del departamento de Loreto (Perú).
Las leyes, sin embargo, aún no se ajustan en la triple frontera, por eso mientras el intendente Ríos persigue a quienes exhiben animales en Colombia, Amparo y Florcita continúan devengando dinero con autorización y felicidad, al otro lado del río.