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Los viejos ceramistas decían que para saber si la arcilla era de buena calidad para la producción debían verla, palparla, olerla y hasta saborearla. El último de esos “catadores” de tierra que hubo en Locería Colombiana, la fábrica de las vajillas Corona, fue Jesús Herrera, un empleado que estuvo vinculado a la compañía por 56 años.
Augusto Ramírez –empleado actual, con más de 30 años en la empresa- recuerda haber visto al viejo Herrera partiendo un pedazo de masa con sus dedos, acercarla a los ojos; presionarla entre el pulgar y el índice y hacer que el primero la esparciera en el segundo para examinar su textura; olerla y, por último, morder un fragmento no más grande que una uña y saborearlo.
Bien porque ese Jesús era misterioso o bien porque para cualquiera resulta difícil describir el olor y el sabor de la tierra, él no revelaba sus conclusiones. Ese probador de arcilla fue al que encontraron Hernán Echavarría Olózoga y sus hermanos en 1935, cuando su padre, Gabriel, compró la Locería a una extraña sociedad conformada por banqueros y monjas. Sí, banqueros y monjas, porque la compañía estaba en bancarrota, a causa de la crisis económica de 1930.
En entrevista con Ana Lucía Ángel Mesa, Hernán alude al misterio de Herrera: “era un viejito vestido de blanco que se paseaba por la fábrica sin hablar con nadie porque todo lo que hacía era secreto. Cuando él iba a hacer una mezcla o a formular una pasta, se encerraba en un cuarto, porque nadie podía saberlo”.
Los primeros días
Locería Colombiana, la primera sociedad anónima de Colombia, fue fundada el 13 de agosto de 1881, por Teodomiro Llano y el alemán Reinhold Paschke, con el nombre de Compañía Cerámica Antioqueña, “la cual se ocupará en la fabricación de loza bajo sus diversas denominaciones, formas i calidades, como también la del vidrio i de artículos de alfarería en general mediante la magnitud de sus recursos i los elementos naturales del país”, como quedó registrado en la escritura de constitución de la empresa. En 1906, vendieron la producción de vidrio y de esta, andando los tiempos, nacería Peldar.
La dinámica de la compañía en los primeros 50 años parece una montaña rusa. Los altos estarían marcados por actos de expansión, la venta de vajillas y adobes a casi todo el país y por la adquisición de yacimientos de arcillas y otros minerales. Los bajos, por dificultades económicas, algunas de ellas de quiebra total.
Gabriel Echavarría Misas compró la Locería quebrada y atrasada: las arcillas eran amasadas con las patas de los caballos y las manos de los operarios; la forma de los recipientes se obtenía en tornos manuales; las vajillas, los ladrillos refractarios y los atanores se quemaban en hornos de carbón de leña y de piedra. Sin energía eléctrica, la producción era incipiente. Pero Gabriel sabía lo que hacía. Su olfato de industrial le indicaba que esa fábrica podría llegar a ser buen negocio, a pesar de todo: la central hidroeléctrica de Guadalupe se había inaugurado tres años antes, de modo que bastaba con tener paciencia hasta que el tendido de las redes llegara a Caldas.
Tierra de alfareros
“El pueblo de Caldas sabe hacer loza primitivamente. Puede aprender a hacerla con tornos nuevos”, suponía Gabriel, quien puso al frente de la fábrica a sus hijos, capacitados en Londres.
La Guerra Mundial puso la corona de las ventas. Con importaciones cerradas, Locería era dueña del mercado interno. No solo en vajillas: también en azulejos y baldosines.
La fábrica ha estado situada al pie de la línea del Ferrocarril. Los rieles se notan al otro lado de la vía, como vestigios del pasado. No hay que ser historiador para entender que fueron fundamentales para la Locería. Por tren llegaban combustibles para mover los nuevos hornos y tornos, y materias primas tales como arcillas y caolines, y por tren despachaban mercancías para otras partes del país. La Locería y la estación del tren eran epicentro de gran movimiento. Aquella, por ser la empresa más grande de la zona; esta porque el Ferrocarril fue motor de la economía nacional. El edificio de la compañía, una casona antigua de un solo piso, paredes blancas de tapia, tejas de barro y pilares de madera, era sitio de encuentro de caldenses de ruana no siempre calzados. Frente a ella, decenas de mulas cargadas con bultos de café y víveres.
Ese entorno era agitado. Los obreros y empleados de la locería iban a desayunar o a tomar café a los bares de la Estación, que aun permanecen. Salomón, apodado Toño, vendedor de chance, recuerda ese tiempo con tren, que duró hasta el decenio del 70. “Este parque lo han llamado de la Locería, pero su nombres es Olaya Herrera. Las vías eran empedradas. A veces se iba la luz, la planta paraba y los empleados salían a tomar tinto”. Hoy, la compañía ocupa tres manzanas y el entorno sigue siendo agitado.
Con el tiempo, Locería dio origen al grupo Corona, que incluye varias empresas. Los procesos son certificados, explica el gerente, Luis Fernando Mejía. Uno recorre la planta de producción y halla a cientos de personas trabajando organizadamente, por zonas: la de pocillos, la de lecheras, la de callanas de sopa de cebolla... Hay partes donde los obreros echan cilindros de arcilla a deshidratar; otras, donde llenan de arcilla líquida moldes de yeso para dar forma a jarras, tras lo cual van cortando el barro que sobra; hay una decena de hornos encendidos y en el aire no flota ningún polvillo, como cualquiera habría de suponer. El ruido es moderado. Sin embargo, las normas de seguridad son extremas: todos van con tapones en los oídos y máscaras en boca y nariz. “Por eso llevamos más de 100 días sin un solo accidente laboral”, dice el gerente.
Hoy, el tren no pasa y el viejo edificio fue remplazado por uno nuevo. En el sector, todavía hay ambiente pueblerino: en la vieja estación funciona una fonda, con balcones de madera. Frente a ella, en calle de tierra hay caballos, mulas y carretillas tiradas por bestias. Mugen vacas y relinchan caballos. Cuando menos se piensa, un perro se detiene a alegar con un gallinazo.