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El remordimiento y la vergüenza son dos sentimientos esenciales para inducirnos a obrar bien, porque son los encargados de hacernos saber que estamos obrando mal. Pero temo que estos sentimientos están pasando a ser una "especie en vía de extinción". Es evidente que hoy hay más personas que dicen groserías o vulgaridades porque sí y porque no; más jóvenes y no tan jóvenes, que se visten en forma indecente y que actúan tan mal como lucen; y mucha gente que no paga lo que debe, que no cumple las citas, que no responde por sus deudas ni honra su "palabra de honor"… pero no sienten ningún remordimiento.
Además, ahora no es extraño ver niños que abusan a las personas mayores –incluidos sus padres– cuando se enojan y ellos no los reprenden sino que los justifican; adolescentes que insultan a su mamá si no los complacen en todo lo que piden o no les compran todo lo que demandan, a pesar de que no se lo merecen; y adultos que abusan a todo el que se les antoja sin importarles los perjuicios que pueden causarle. Todas estas conductas solían ser castigadas o por lo menos censuradas, pero hoy todo se les permite y ya nada se reprueba ni se condena.
A mi juicio, la raíz de estos problemas es que hoy se les dan demasiados derechos y demasiado poder a los niños, mientras que se les ponen muy pocos límites y se les hacen pocas exigencias. Es decir, se les da muy poca formación. No hay duda que formar a los hijos es un deber poco agradable porque nos duele verlos contrariados cuando no les permitimos hacer lo que se les antoja; es tenaz porque mantenernos firmes requiere mucha valentía para decir ¡no… aunque se nos parta el corazón; es una tarea ingrata porque lejos de agradecer nuestros esfuerzos por conducirlos por el buen camino, los hijos nos resienten. Pero también es una labor muy satisfactoria cuando, gracias a nuestra firmeza y solidez moral, logramos formarlos como personas bondadosas, íntegras y cumplidoras de su deber.
Darles una buena formación a los hijos es, en última instancia, lo que nos libera de remordimientos y nos permite sentirnos satisfechos porque los amamos tanto como para procurar darles lo que más necesitan: la fuerza de voluntad que precisan para dominar sus apetitos e impulsos, los principios morales que los conducen por el camino correcto en todo momento y valores éticos que los animan a obrar bien y evitar el mal.