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La Europa progresista y liberal empieza a pintarse de extrema derecha. Los discursos que alguna vez fueron limitados a salones de fanáticos se convirtieron en ideologías aplaudidas por masas y, últimamente, en triunfos generalizados en las urnas. Si bien es justo decir que en el amplio espectro de las derechas europeas caben desde conservadores hasta xenófobos, los movimientos extremistas empiezan a ser jugadores democráticos de cuidado.
La posibilidad de que la extrema derecha llegue al poder en Europa siempre ha estado latente. Sin embargo, el 2011 nos ha traído dos elementos que se convierten en el caldo de cultivo perfecto. De un lado está la fuerte crisis económica que tiene a varios países al borde del colapso y de otro la inmensa ola inmigrante que desembarca en las playas europeas tras las revueltas del norte de África. Ambos encajan a la perfección en los discursos retardatarios.
La necesidad de que los países con economías robustas salgan en defensa de las naciones en quiebra ha caído mal en muchos ciudadanos que ven como una desventaja la unidad de las naciones europeas. Portugal, Grecia e Irlanda, por nombrar solo unos pocos, necesitan de los salvavidas que se lanzan desde la Europa rica y la ultraderecha aviva su discurso al criticar este tipo de rescates de los que consideran unos irresponsables.
De otro lado está la inmigración. Solo en los últimos días y para poner un ejemplo puntual, la isla de Lampedusa en Italia recibió miles de inmigrantes africanos que buscan escapar del desastre político de sus países. Al tener entrada a Europa pueden hacer tránsito hacia otros puntos de la Unión y Francia ya ha puesto cortapisa a que esto suceda. Ha cerrado su frontera con Italia y buena parte de la movilidad del continente se ha visto afectada.
Cuando se juntan dos situaciones explosivas como estas y la calidad de vida en los propios países parece deteriorarse por la culpa de externos, el nacionalismo se prende rápido. Los discursos que reivindican el individualismo de los Estados y la defensa de los valores fundacionales de los países se tornan xenófobos y la lucha por la igualdad empieza a desvanecerse.
Partidos a lo largo y ancho de Europa han ganado votaciones antes impensables con estas propuestas. El pasado domingo 17 de abril la colectividad Verdaderos Finlandeses, de extrema derecha, logró cerca del 20 por ciento en las votaciones nacionales de Finlandia. Sus miembros promulgan una xenofobia abierta y son contrarios a la idea de una Europa unida. Es un pequeño ejemplo.
Francia, Italia, Holanda, Suiza, Austria y Bélgica se unen a este tren que tiene características casi calcadas. Todos, en las últimas elecciones correspondientes a cada país, han obtenido alarmantes porcentajes de votación entre un 10 y 20 por ciento, cuadruplicando en la mayoría de los casos sus votaciones anteriores.
De todo este oleaje de extremismo quizá Alemania es la única que, temerosa por su pasado nacionalsocialista, evita caer en el mismo error.
Ahora solo se habla de fuerzas representativas en los parlamentos pero estamos a pocos pasos de que los gobiernos caigan en manos de estos políticos. Nada más en Francia el partido Frente Nacionalista, de la derecha más radical, empieza a posicionarse como un jugador real para suceder a Nicolás Sarkozy.
Es cierto que la política está hecha para que el abanico de las posibilidades satisfaga a todos los ciudadanos. Sin embargo, acá lo que pone la piel de gallina es que los discursos empiezan a ser cimentados en el odio y el desprecio por la diferencia.
Europa, orgullosa de su presente democrático y equitativo, cierra las puertas y se plantea posibilidades que parecían enterradas. Si ellos, que ya vivieron el desastre de la peor guerra de la humanidad por una visión similar, están pensando en volver a esos discursos, queda muy poca esperanza para otros rincones del planeta.