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La propuesta de una nueva asamblea constituyente es inconveniente por dos razones. Primero, porque representa una exigencia ridícula por parte de una organización criminal sin ninguna legitimidad política. Segundo, porque cambiar nuestra Constitución cada veinte años no soluciona nuestros problemas políticos, y profundiza ese vicio legalista tan colombiano de creer que todo se soluciona acumulando o haciendo nuevas leyes.
Primero.
Es inconcebible que la propuesta de las Farc tuviera resonancia. Ni oídos merecen, ahora menos, que el Gobierno Nacional lo considere una opción digna de reflexión. El rechazo debió ser implacable, como un reflejo. Ante la ausencia de esta posición, la actitud “prudente” del gobierno debe recibirse con profunda sospecha. Los colombianos no podemos permitir que los violentos sigan dándose ínfulas de estadistas; y nuestros dirigentes, de sus mandaderos.
Las grandes injusticias de una sociedad se cocinan cuando oportunistas y bandidos se dedican al juego legislativo en defensa de sus intereses particulares. Ahora bien, la famosa “balota por la paz” no es sino una manipulación barata del electorado colombiano, pegada del goodwill del concepto, para otorgar puntos políticos a la reelección del presidente Santos. Y que su promotora sea Piedad Córdoba, solo incrementa la sospecha de que alrededor de todo este cuento de la asamblea constituyente nos espera una enorme trampa. Al igual que en muchas otras ocasiones, los intereses de Córdoba y las Farc vuelven a coincidir, “curiosamente…”.
Segundo.
The Economist señalaba hace un par de semanas que las constituciones en los países europeos duraban unos 77 años en promedio, mientras en América Latina apenas sí llegaban a 16.5 años. Es un vicio común de sistemas políticos poco maduros: asumir que nuevas leyes solucionan problemas de fondo.
Las sociedades más obsesionadas con sus marcos legales son, comúnmente, las más injustas y corruptas; las más inclinadas a violar sistemáticamente ese intento desesperado por obligar a sus ciudadanos a comportarse de acuerdo a miles de normas, la mayoría desconectadas de sus conciencias y su cultura. Nuestros problemas no se superan con nuevas leyes, doscientos años de sufrida historia patria -llena de constituciones, injusticias, guerras y colores políticos- deberían ser prueba suficiente.
Al final.
Tenemos que recordar que no todo tiene que dejarse en una mesa de negociación, que no todo vale para alcanzar la paz; que nuestras reglas de juego -con sus fallas, con sus vacíos, con sus excesos-, son nuestras, han sido establecidas democráticamente, y que ningún actor armado o político ambicioso puede extorsionarnos para cambiarlas en su propio beneficio.