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HISTÓRICO
Injusticia y humillación
EL COLOMBIANO | Publicado
El 6 de noviembre de 1985, un comando armado del grupo guerrillero M-19 se tomó a sangre y fuego el Palacio de Justicia, en plena Plaza de Bolívar de Bogotá, sede de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Su objetivo en ese momento, por lo menos de cara a la publicidad que siempre buscaron sin escatimar medios, era hacer un "juicio político" al Presidente de la República en ejercicio, Belisario Betancur, para que "respondiera" por lo que ellos consideraban incumplimientos en los procesos de paz de esa Administración.

Muy pronto se sabría, como también lo corroboró dos décadas después la Comisión de la Verdad conformada por expresidentes de la Corte Suprema de Justicia, que el M-19 planificó la toma violenta del Palacio atendiendo órdenes del narcotráfico -pagadas, por supuesto- con miras a destruir toda la documentación existente sobre procesos de extradición de capos solicitados por la justicia de otros países.

¿Qué hizo el Jefe de Estado ante el reto criminal que ponía en riesgo la democracia? Dar la orden de proteger la institucionalidad. La pretensión de obligar al Presidente a acudir a un juicio formulado por terroristas armados no sólo era irracional, sino ridícula. Y hubiera sido un golpe de efecto más de los que escenificaba con despliegue teatral el M-19, de no estar de por medio la vida de magistrados, funcionarios, humildes empleados, visitantes, muchos de ellos finalmente asesinados a quemarropa.

Esos dos días aciagos, el Presidente Betancur estuvo rodeado de sus ministros y de la cúpula militar y policial. No hay un solo testimonio, documento, indicio o apenas sospecha de que como Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, hubiese dado una orden ilegal a las tropas bajo su mando. Como era su obligación constitucional, dio orden de restablecer la normalidad y de recuperar sanos y salvos a los rehenes. Allí están los documentos, sonoros, escritos, en los que el Presidente exigió a los criminales la inmediata liberación del Palacio y todos sus secuestrados, con la garantía de un juicio imparcial y justo. Después de la tragedia, ha estado siempre a disposición de las autoridades competentes para rendir declaraciones.

Pero si los guerrilleros no pudieron juzgar al Presidente, ahora lo pretende hacer el Tribunal Superior de Bogotá -para ser específicos, dos magistrados de la Sala Penal-, con desconocimiento flagrante de la legislación colombiana e internacional. Intentan remitir su caso a la Corte Penal Internacional (CPI), a pesar de que el Tratado de Roma, que le dio vida, dispone en su artículo 11 que dicha Corte no es competente para conocer de casos acaecidos con anterioridad a su creación.

Y así lo reitera la ley colombiana (la N° 742 de 2002), que incorporó la CPI a nuestro ordenamiento interno. Pero es que incluso, ni siquiera sería necesario este incontrovertible argumento procesal para calificar de exabrupto la orden de los dos magistrados del Tribunal Superior de Bogotá que firman el fallo.

La sentencia, además de esta orden que casi bordea el prevaricato, decide infligir una humillación a las Fuerzas Armadas, y reafirma una injusticia contra el Coronel (r) Alfonso Plazas Vega.

Trayendo a colación decisiones internacionales, el Tribunal de Bogotá se autoconcede poderes de "conciencia moral" -y no únicamente de operador jurídico, que es su papel- e impone obligaciones a las Fuerzas Armadas, sin sustento legal sino de mero arbitrio judicial, de "pedir perdón" en la Plaza de Bolívar, la misma donde derramaron su sangre los soldados y policías defendiendo las instituciones y la Constitución, que estos magistrados del Tribunal de Bogotá consideran exclusivamente suya.

Y ratifican, además, una sentencia injusta contra un oficial a quien le han aplicado selectivamente leyes posteriores y jurisprudencia "unipersonal", hecha a la medida de su caso y únicamente con el fin de imponer sobre sus hombros, a modo de venganza, un castigo que los magistrados consideran merecido para toda la Fuerza Pública.

No logró el M-19 arrodillar al Estado y sus instituciones en el Holocausto del 6 y 7 de noviembre de 1985. Hoy los ciudadanos de buena voluntad, los soldados, los policías, vemos con horror que ese oscuro objetivo se está logrando por otras vías. Adentro de la institucionalidad misma. Y argumentando con la Constitución que se ha jurado aplicar y defender. ¡Vaya contrasentido!
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