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A mediados de 1992 yo vivía en un barrio nuevo y en medio de las fuertes solidaridades de los vecinos que nos conocimos construyendo y ocupando nuestras casas. La muerte de una anciana, como cualquier otro hecho, fue noticia una semana cualquiera. Triste y normal para muchos, pero no para todos. Mi hijo menor, a punto de cumplir seis años, me preguntó qué significaba que la señora "hubiera muerto", ¿cómo era posible que alguien muriera sin que algún otro lo matara? A los seis años había descubierto la muerte natural y se encontraba perplejo porque el asesinato no tenía la exclusividad en la finalización de la vida biológica.
Hace poco la periodista Nancy Gibbs recordaba la reacción de sus hijas al escuchar las terribles noticias del 11 de septiembre. Cuenta la manera en que expresaba indignación su niña de cuatro años: "deberían haber sido más cuidadosos, deberían haber mirado por dónde iban; esos hombres que manejaban aviones, no deberían haber derribado esos edificios". Su hermanita mayor, de siete años le replicó que no había sido un accidente, que había sido un acto intencional. Gibbs estaba asombrada de que su hija hubiera "descubierto la presencia del mal en el mundo" a los cuatro años de edad ( Time , 20.05.11).
Este par de anécdotas revelan las situaciones extremas de la experiencia social de la muerte violenta. En 1992 Colombia era uno de los países más violentos del mundo y el Valle de Aburrá, con Medellín en el centro, era la zona urbana con la mayor tasa de homicidios del planeta. Antes del 2001, los habitantes de los Estados Unidos de América no habían padecido ataques, con la excepción de Hawai, y contaban casi siglo y medio sin saber lo que era una guerra en su territorio.
En 1992 todos los colombianos teníamos la impresión de haber vivido toda la vida en medio de la violencia y las únicas discusiones serias eran sobre si había sido peor la que vivieron nuestros padres en la década de 1950 o si era peor la que padecíamos, ellos y nosotros sus hijos, en la década de 1980. Los colombianos vivíamos entre la resistencia a la violencia, la adaptación al poder del narcotráfico y de las guerrillas y milicias, el disgusto por el abuso y la ineficiencia de la fuerza pública. Una mezcla de aturdimiento moral, esfuerzo institucional por rehacer el país y emergencia generalizada buscando soluciones.
En 2001 los estadounidenses perdieron la inocencia creada por la ideología puritana y la promesa fundacional de construir un país al que no llegara la maldad propia de la vida europea. La creencia en la bondad natural de los seres humanos armonizaba las raíces religiosas de los pioneros y el pensamiento ilustrado de los dirigentes de la revolución americana. El ataque a las Torres Gemelas sacudió los imaginarios antropológicos y éticos del pueblo estadounidense hasta el punto de que su "descubrimiento de la maldad" tal vez pueda datarse en esa fecha.
No hay marchas atrás: una vez perdida la inocencia, resulta contraproducente tratar de pensar un mundo sin violencia; una vez recuperada la confianza en el poder del Estado, carece de sentido creer que vivimos en el infierno. Tal vez necesitemos crear una nueva mentalidad para entender la muerte violenta como parte de la situación contemporánea.