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HISTÓRICO
Las historias del día del Nobel parecen escritas por Gabo
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Mónica Quintero Restrepo | Publicado

El día que Gabriel García Márquez ganó el Nobel de Literatura, su hermana Aida, que era profesora, estaba en clase. Recibió la noticia y se hizo la fuerte y no salió hasta terminar. Así que cuando llegó a la sala de profesores, allá en el colegio de Barranquilla, le tocó la radio prendida y su mamá al otro lado diciendo esa famosa frase: “Ojalá y este premio sirva para que me arreglen el teléfono”.

Los García Márquez, cuenta, han sufrido de timidez. A ella lo que se le ocurrió decir, cuando le preguntaron, es que “iba a seguir siendo nuestro hermano mayor”, y decidió irse para el apartamento a esquivar a todos los que querían preguntar, pero en el apartamento, de todas maneras, “había un enjambre de periodistas”.

Tampoco se salvó ella de la predicción de Mercedes Barcha, el día anterior al anuncio (20 de octubre de 1982, miércoles): Mercedes y Gabo estaban en México, listos para almorzar, narra Gerald Martin en su biografía sobre el Nobel, Gabriel García Márquez, una vida. Desde Estocolmo, reciben la llamada de un amigo, que les dice que el premio estaba asegurado, solo que debían guardar silencio para que los académicos no cambiaran de opinión. “Después de colgar, Gabo y Mercedes se miraron estupefactos, incapaces de articular palabra. Al fin, Mercedes dijo: ‘¡Dios mío, el lío que se nos viene encima!”.

Esa noche no durmieron y, sigue Martin, a las 5:59 de la mañana del jueves, recibieron la llamada de la confirmación. Gabo colgó el teléfono y le dijo a su esposa: “Estoy jodido”.

“Soy el tipo más tímido del mundo”, le dijo una vez a la revista Playboy. Sin embargo, ese día, tenía que ser el tipo menos tímido del mundo. Los medios querían hablar con él, se soñaban, como se sueña cada periodista, tener la entrevista exclusiva. Las felicitaciones venían y venían. Llamó el presidente Betancur, que fue el primero, y también Cortázar, Borges, Onetti.

En la conferencia de prensa que improvisó en su casa, confirmó que el día del Nobel, el 10 de diciembre, no usaría el traje elegante, sino un  liquiliqui. También habló de la posibilidad de la guayabera. Plinio Apuleyo, escritor y amigo de García Márquez, cuenta que una vez, sin tener la menor idea de que se iba a ganar el premio de la Academia, hablaron del traje para ir a recibir el Nobel, si se lo ganaba “por una cosa muy remota”. Hablaban de las cosas de mal gusto y Gabo le contestó: “yo me busco cualquier cosa”. Hablaron del liquiliqui desde entonces y de la rosa amarilla para la buena suerte (querían hacer la contra a eso de que quienes reciben el Nobel se mueren poco después).

Ese día, también, cuando Alejandro Obregón, el pintor, llegó a casa de Gabo, allá en México, el 21 de octubre de 1982, a restaurar un autorretrato que él le había regalado y al que él mismo le pegó un tiro en uno de los ojos en un momento de borrachera, se encontró con el caos. Era el día de la noticia. Era el primer Nobel de Literatura colombiano y los medios rodeaban su casa. Obregón se asustó: “¡Mierda, Gabo se murió!” (Gerald Martin, en la biografía del Nobel).

El momento
Después de la noticia pasaron 50 días para Estocolmo. El único hermano que viajó a acompañarlo fue Eligio Gabriel. Los demás, expresa Aida, no quisieron ir. La familia ha tenido otra característica que también tiene Gabito (porque a él no le dicen tanto Gabo como Gabito): son cobardes para montar en avión. El miedo hizo que el “abrazo verdadero tuviera que esperar”. Tocó el que se da por teléfono.

Lo de la entrega del premio no fue solo un día. Una semana completa de la que cuenta Plinio, “fue una fiesta que duró como seis días” y, como era invierno, cuando se levantaban a las 11:00 de la mañana, “ya era el crepúsculo”.

Un momento del que se acuerdan muchos de los amigos que lo acompañaron fue el de ellos ya listos, con el  frac puesto, y Gabito en ropa interior (pantalón blanco y camisa blanca de manga larga, térmicos), sin zapatos, momentos antes de recibir el galardón.

Las historias son innumerables. Con un “a ver compadre” Mercedes Barcha les puso a sus amigos la flor amarilla en la solapa. No obstante, el día del ensayo, el comité de la Academia le entregó un regalo que describió en una noticia publicada en EL COLOMBIANO el periodista Óscar Domínguez: “Las sorpresas para Gabito fueron muchas. A la hora del ensayo le entregaron  una pequeña cajita que él pensó contenía algunas instrucciones protocolarias. La cajita contenía en realidad una flor amarilla para que alejara el mal agüero”.

Aunque hubo un momento en que el hijo del telegrafista quedó expuesto. Cuando le tocó su turno para recibir el premio dejó la rosa amarilla en la silla. El galardón lo recibió sin la protección de la flor, pero el tiempo ha dicho que las flores amarillas de todos los demás, y de todo lo demás, han funcionado. El liquiliqui fue sensación. Estaba él, todo blanco (salvo sus infaltables botas negras), en medio de los otros nobeles, todos negros, todos de frac. En una nota de Efe se lee que “por primera vez desde que en 1901 comenzaron a adjudicarse los más célebres premios del mundo, un galardonado se ha presentado vestido con un traje regional sudamericano”.

García Márquez no era un hombre común y, por supuesto, su ceremonia no sería como las demás y, mucho menos, si en la comitiva que lo acompañaba iban 70 músicos colombianos, entre ellos, Totó LaMomposina. Plinio recuerda que se convirtió en una ceremonia colombiana, con el sabor del vallenato, del Caribe. “En las calles no se habla más que de García Márquez. Hasta los suecos más serios y aburridos saben quienes son los hermanos Zuleta y se ha presentado el caso de algún habitante de Estocolomo que le preguntó a un grupo de colombianos la dirección del coronel Aureliano Buendía”, escribió Domínguez en otro de sus artículos.

Ese día no podían faltar las frases célebres, que se encuentran en su discurso, La soledad de América Latina, que lo pronunció con su voz de escritor, con su voz desafiante, “como si se tratara de un conjuro”, comenta Martin, pero que también dijo, rememora Plinio: “Mierda, ¡esto es como asistir uno a su propio entierro!”.

El escritor estuvo nervioso. También feliz. Atrás quedaban sus épocas difíciles. Las de empeñar la licuadora para enviar Cien años de soledad, incompleta, al editor. Las de París, cuando escribía El coronel... y “engañaba el hambre con pan y café con leche y que duró un año sin poder pagar su cuarto de hotel”, escribió Plinio en la revista Cambio en 2007.

Gabo ya era famoso cuando llegó el Nobel. Muchos de sus libros ya estaban escritos. El último antes del galardón, Crónica de una muerte anunciada, había sido un éxito: “Cuando el libro fue lanzado -simultáneamente- en España, Colombia, Argentina y México, se alcanzaron unas cifras de venta astronómicas”, relata el biógrafo.

El Nobel ya lo esperaban muchos. Aida expresa que la familia pensaba desde hace un tiempo que se iba a convertir en el primer colombiano en recibirlo. Su hermano Eligio tenía la certeza, se lo contaron a Martin, “de que Gabito ganaría el premio en 1982 y estaba seguro de que el propio Gabito también lo pensaba”.

El Nobel de Gabo ha servido para muchas cosas. Para sentirse orgulloso de que sea colombiano, por ejemplo. Para hablar de La soledad de América Latina. Para que los que no sabían de ese escritor de ese país de la esquina de Sur
América, lo conocieran. Para volver a mirar a los autores de estas tierras. Para tantas cosas, que cada quien tiene su lista propia. Ese día además sirvió para que a su mamá, en cuestión de horas, le arreglaran el teléfono.

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