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La Ley del Talión la inventaron los babilonios cuando nadie imaginaba que los hombres pudieran algún día volar. Allá por el 1760 antes de Cristo, el rey Hammurabi de la antigua Mesopotamia creó el primer código jurídico conocido con el fin de establecer una proporcionalidad entre el daño recibido en un crimen y el daño producido en el castigo, siendo así el primer límite a la venganza. La Ley 195 establecía que si un hijo había golpeado al padre, se le cortarían las manos; la 196 sostenía que si un hombre libre vaciaba el ojo de un hijo de otro hombre libre, se vaciaría su ojo en retorno, y la Ley 197 ratificaba que si quebraba un hueso de un hombre, se quebraría el hueso del agresor.
Los judíos perfeccionaron esa doctrina a través de la ley mosaica, siendo su máxima expresión el conocido "ojo por ojo, diente por diente" que ya aparece en el Antiguo Testamento. Este principio seguirá vigente para el judaísmo hasta la época talmúdica, donde los rabinos de entonces templaron gaitas y establecieron que los castigos pasaran a ser monetarios por aquello de que no hay mayor daño que el que pueda infligirse a la cartera.
Pese a todo, la Ley del Talión aún sigue vigente en mayor o menor medida en decenas de países donde la pena de muerte se aplica con exceso de celo, Estados Unidos entre otros; y aunque en Israel está proscrita, perdura en la conciencia colectiva como una norma no escrita que rige el derecho al castigo físico proporcionado.
Quienes llevamos décadas ya en el negocio de informar de lo que ocurre en este mundo nuestro sabemos que todos los veranos, haga más o menos calor en el hemisferio norte, a los israelíes y palestinos les da por zurrarse de lo lindo. La cosa funciona así. Los terroristas de Hamas o de cualquier otra milicia más salvaje colocan una bomba en un autobús o en un café de Tel Aviv o de Haifa a mediodía o, en su defecto, secuestran o asesinan al que pase por delante de su casa. Israel responde entonces bombardeando Gaza a discreción. Cuando las víctimas superan la centena, comienza la invasión terrestre y el lío se lleva por delante a otro centenar de palestinos. Llegado ese momento, Washington trata de contener a su aliado hebreo y fuerza un alto el fuego al que le sigue una veintena de muertos más sobre un pedregal por la que se desangran ambos pueblos desde antes del Diluvio. Y como ninguno de los bandos quiere una guerra de exterminio y mucho menos los gringos y los árabes, vuelven todos a sus casas a velar armas, y hasta la siguiente escaramuza.
Por el camino quedan alineados los ataúdes de pino, en los que descansan los cuerpos de decenas de niños. En descargo de Israel es justo reconocer que casi nunca comienza la disputa. Sin embargo, sus respuestas suelen ser tan desproporcionadas que la Ley del Talión se queda en algodón de azúcar.
Hoy, tras 20 días de combates, el recuento de muertos supera ya el millar. En unas semanas como mucho todo habrá acabado y en Washington y Bruselas volverán a respirar aliviados por mantener ese imposible juego de alianzas en la zona que de nada sirve.
Quienes hemos pasado media vida informando cada verano de Oriente Medio sabemos que jamás habrá solución para esa tierra. Primero, porque poner de acuerdo a las familias palestinas representa la mismísima cuadratura del círculo. Y segundo, porque para alcanzar la paz entre ambos pueblos no queda otra que ir cediendo territorios.
Pedazos de rocas sin valor por las que los hombres se llevan matando desde el principio de los tiempos. Sin desmayo. No seré yo quien culpe a nadie porque de todos está hecho el daño. La tierra prometida, donde nacieron dioses y profetas, está maldita. Aquí lo dejo escrito.