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En la Antioquia de nuestros abuelos había muchas maneras de ganarse la vida. El trabajo en esta tierra no era deshonra así se tratara de cargar bultos, llevar razones o hacer mandados.
En general, el rebusque de los antioqueños de hoy es el fruto de una herencia de muchas personas que necesitaban llevar día a día la comida y el dinero necesario para el sostenimiento de la familia.
Los negociantes de la antioquia de 1920 se dedicaba a la venta y compra de alimentos, oro y café, productos abundantes en la región, muy atractivos también para los viajeros e importadores. Quienes iban a la universidad, hacían los oficios profesionales requeridos para el funcionamiento del sistema. En aquel entonces se contaba con médicos, abogados y contadores. Los ingenieros eran casi todos foráneos, maestros europeos que luego enseñaron a sus alumnos a realizar grandes obras.
Había quienes dominaban un oficio y lo transmitían de generación en generación como parte del negocio de la familia: los zapateros, los carpinteros, ebanistas, barberos, las modistas, sombreras, guanteras, sastres, entre muchos otros servicios requeridos en la época.
Los trabajos más domésticos eran realizados por hombres humildes pero fuertes, apetecidos para la carga de bultos y otros elementos. Cargadores de mercado, obreros, ayudantes de construcción que representaban los sectores populares de la sociedad.
La palabra sagrada
El reducido acceso a la imprenta, hizo que la palabra primara como forma de contratación. Era sagrado cumplir con el trabajo y el pago concertado. De ahí la importancia para los adultos mayores del compromiso verbal. Empeñar la palabra es empeñar el orgullo la dignidad y el buen nombre.
Aún hoy hay quienes añoran las épocas en que la palabra no se traicionaba. Esa en la que no era necesario estar firmando letras, comprobantes, contratos, compromisos ni se debía desconfiar de las promesas. Hoy esos compromisos de palabras, que se las lleva el viento, fueron remplazados por la formalidad de la ley.