El comunicado divulgado por las partes en la Mesa de Diálogos de La Habana, para resumir lo acordado en el segundo punto de la agenda sobre participación política, contiene una serie de propósitos que, vistos a ese nivel de generalidad, se adecúa a lo que podría suscribir cualquier movimiento político con aspiraciones a ser parte de las instituciones de elección popular.
La idea principal que anima el documento conocido -que no es el acuerdo que contiene los puntos específicos, pendiente de revelar- es la apertura del sistema democrático, la vigencia del pluralismo político y la disposición del Estado a permitir la voz de sectores que no se han visto representados hasta ahora.
El juicio según el cual el sistema político colombiano ha estado cerrado para cualquier opción alternativa, ha hecho carrera. Lo aseveran incluso personas que hacen parte del llamado "establecimiento". Y, en nuestro concepto, tal juicio es errado. Desde 1990, por lo menos, en la etapa previa a la convocatoria de la Constituyente que redactó la Carta Política de 1991, y con mayor razón al amparo de las normas de esta para abrir los espacios de participación, no es posible sostener, salvo irredimible sectarismo, que las instituciones del país estuvieran cerradas para quienes no pertenecieran al bipartidismo.
La disposición por la paz no debe llevar a los colombianos a verse sujetos a adulterar su historia: si las Farc no se habían incorporado a la vida civil, no fue por falta de oportunidades. Su opción fue el narcotráfico, fue el terrorismo, fue el secuestro, no la búsqueda de garantías democráticas.
Ahora podría haber un giro. El Acuerdo de La Habana, según notifican las partes, apuntará a la "revisión integral" del sistema electoral, y a la creación de Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz. El jefe negociador
Humberto De la Calle, precisó en su artículo de ayer en este diario que es falso que estas últimas vayan a ser circunscripciones especiales para las Farc.
Hay que tener en cuenta que estos puntos implicarán reformas constitucionales, que por razones de tiempo, ya no alcanzan a estar perfeccionadas para las elecciones parlamentarias del año entrante. Por lo tanto, todos estos puntos y la participación de nuevos movimientos, incluido el de las Farc, sería para elecciones posteriores a 2014.
Para lograr la paz, sería aceptable que haya representantes políticos que recojan el pretendido ideario político de las Farc, habiendo abandonado estas su múltiple actividad criminal y entregado todas las armas. Representantes que -y este debe ser un punto irrenunciable para el Estado- no estén incursos en crímenes de lesa humanidad, delitos de sangre o secuestros.
Hay un punto del comunicado del jueves de la semana pasada que abre un interrogante especial: se habla allí de "establecer medidas para promover una cultura de la reconciliación", entre las cuales está velar por "un lenguaje de respeto por las ideas". Cuando una de las partes firmantes es un grupo dogmático de ideología totalitaria y liberticida, que se hable de una especie de control del lenguaje produce escalofríos. Confiemos de buena fe en el tino de los negociadores gubernamentales, y que tal frase no sea sino una pretensión más bien retórica.
No hay que olvidar, por otro lado, que el compromiso del Gobierno es que estos acuerdos, una vez firmados en su totalidad, se someterán a refrendación popular