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Tanto el viceministro de Justicia como el director del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) plantean, con voz de alarma, la necesidad de construir más cupos carcelarios y la incapacidad del fisco público para cumplir con la necesidad. La solución: la privatización de las prisiones.
Colombia no es el primer país de la región en recorrer este peligroso camino. Otros países como Costa Rica, Paraguay y Chile terminaron pagando un alto costo.
El nudo del problema es relativamente sencillo. Cuando los gobiernos se ven presionados por la sobrepoblación carcelaria y proyectan un crecimiento elevado de presos, suelen prometer la construcción de más cárceles. Ante la realidad de no contar con presupuesto para hacerlo, exploran el interés del sector privado, en participar en la construcción, mantenimiento y administración de los penales. El ingrediente que se olvida (o que se esconde) es que el sector privado se mueve en función de la ganancia: harán cálculos y solo si resulta rentable se meterán al business de embodegar a las personas.
Hay otro dato importante de la ecuación que destaca Elías Carranza, uno de los más connotados expertos penitenciarios: las empresas proyectan su ganancia a diez o veinte años; los gobiernos duran cuatro (por lo general). La necesidad de tomar decisiones para "resolver" la crisis lleva a gobiernos de cuatro años a tomar decisiones que afectan los intereses de la nación a más largo plazo.
La experiencia de otras naciones es clara. En un estudio de 2009, Carranza exploró la experiencia de la privatización de las prisiones en América Latina y su balance es inquietante. Cuenta que el negocio trajo impactos muy negativos en los pocos países en donde se implementó. Las empresas suelen ofrecer sus servicios con paquete de financiación incluido "pero con intereses más altos y condiciones más gravosas que si los países tomaran ellos mismos los créditos o construyeran por su propia cuenta". Por lo general, en el marco del negocio público-privado, la empresa privada, después de iniciar la construcción, ofrece a la respectiva banca nacional préstamos blandos, con los cuales el Estado paga su parte del acuerdo. La empresa gana por todo lado.
La promesa de menores gastos no se ha cumplido ni en América Latina ni en Estados Unidos. Por ejemplo, expone Carranza que el costo por persona presa en Costa Rica era de aproximadamente 12 dólares diarios hacia finales del último siglo. Un gobierno saliente firmó en 1998 un convenio con una empresa privada que ofreció construir una cárcel y operarla a un costo tres veces más elevado que el costo de la administración pública. El gobierno que lo sucedió optó por obvias razones no ejecutar el contrato. Sin embargo, negocio es negocio y la empresa demandó a la nación.
El modelo chileno, expuesto como la solución para Colombia, igualmente tiene serias críticas. Carranza manifiesta que, bajo el modelo público-privado de cárceles bajo concesión, los costos de operación por plaza subieron, se registró un incremento en suicidios, y todos los proyectos funcionan a máxima capacidad. Aunque la promesa oficial fue la disminución del hacinamiento, según Carranza, el sistema chileno tiene la tasa de sobrepoblación carcelaria más alta del Cono Sur.
Además de la lógica económica de por qué no privatizar, hay razones de otra índole, entre otras, de buena práctica administrativa, mayor protección de derechos de los presos y de los trabajadores, resguardo del principio de humanidad y respeto por la cultura local. Pero, en la medida en que el argumento oficial es principalmente económico, me ratifico en que la privatización no es solución y que, probablemente, terminará siendo más costosa para la nación. No nos olvidemos: alguien tiene que ganar en la transacción y mientras esté vinculado el sector privado, este tendrá que salir favorecido.
Puede ser que la producción de electricidad y la telefonía sean sectores de lucro ideales para los privados, no convirtamos a la justicia en negocio.