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HISTÓRICO
Promesa de moto y celular, el gancho de las Farc en Cauca
Colprensa | Publicado
Paula* es una niña que, como tantos en el Cauca, se dejó seducir por el ‘combo’ de moto más celular que ofrece la guerrilla. Hoy, tras desmovilizarse, cuenta que no solo le incumplieron, sino que vivió un drama durante cuatro años.¡Hágale!, me dijo mi papá. ¡Hágale que le van a dar moto y celular!, insistía. Él ya llevaba varios años en la guerrilla del Cauca y decía estar amañado. Entonces yo le hice caso, al fin y al cabo dicen que los papás siempre quieren lo mejor para uno. Mi hermano también estaba allá, en la selva, y parecía que le iba bien.
 
Me preocupaba, claro, dejar a mi bebé de seis meses, pero como guerrillera, seguro, iba a ganar plata para darle a la niña. Ellos me dijeron que podría bajar del monte a verla. Entonces se la llevé al papá. Le dije que había conseguido un trabajo como interna, pero que la visitaría todos los meses.
 
Así entré al Frente Sexto de las Farc. Así me convertí en guerrillera. En una guerrillera de 15 años.
 
En departamentos como el Cauca, las Farc reclutan a menores de edad con un ‘combo’ que para ellos resulta irresistible: moto y celular. Fabio Dicué, consejero de Derechos Humanos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin), cuenta que las milicias de la guerrilla rondan los colegios a la hora de la salida de los estudiantes de secundaria.
 
Chicos de 13, 14 y 15 años se dejan seducir por esas ofertas. La Guardia Indígena -explica Fabio- está alerta a las denuncias que hacen algunos familiares. Pero a veces, como le ocurrió a *Paula, el destino es uno solo. Cuando los padres, hermanos, tíos, primos, son subversivos, la guerra se hereda.
 
Todo empezó con un entrenamiento. En un pueblo del Cauca nos reunieron a varios muchachos y nos pusieron a hacer ejercicios y a trotar todos los días, como en las clases de educación física del colegio. Luego nos enseñaron primeros auxilios: teníamos que aprender a curar una herida, a sacar una bala, para poder atender a las ‘camaradas’ si caían heridos. Luego nos mostraron cómo disparar pistolas y fusiles, cómo utilizar las granadas, cómo movernos en los combates. Ese entrenamiento duró un mes . De ahí me mandaron a una vereda, cerca de la frontera con Huila, a un campamento de unas 30 personas. Me presentaron al jefe. Se llamaba ‘Jaimito’. Sí, al que mataron. Él me dio la bienvenida y me presentó al grupo. Había otras seis peladas como yo.
 
Los primeros días solo tenía que prestar guardia, o sea, pararme en una esquina del cambuche y vigilar que no vinieran soldados. También me mandaban a recoger leña y a ayudar a las demás a cocinar para todos.
 
Pero a las pocas semanas empezó la verdadera guerra. Un día me tiraron un fusil y me lanzaron de una al combate. Me quedé helada. Es que ya ni me acordaba de lo que enseñaron en ese entrenamiento. Entonces me agarré a disparar y a agacharme para que no me cayeran las balas. Qué sería de mi hija si a mí me mataban en esa selva. Desde ese día odié los combates, cada vez que escuchaba los disparos del Ejército, me dolía el estómago, me sudaban las manos, me echaba la bendición y le pedía a Dios que me cuidara.
 
*Paula temía ser un número más en las cuentas del Ejército. En el norte del Cauca, la Fuerza de Tarea Apolo ha abatido en combate a tres adolescentes que pertenecían a las Farc. Por esa razón, muchos han escapado. De los 36 guerrilleros que este año se han desmovilizado en el Cauca, 14 eran menores de edad que afirmaron haber sido obligados a permanecer en las filas de las Farc.
 
¡Me mintieron! ¿Dónde está el celular y la moto y la plata? ¿No dizque podía ver a mi hija cuando quisiera? Les reclamaba todo el tiempo porque ya habían pasado ocho meses y yo seguía metida en esa selva, sin poder visitar a la niña. Esa no era la vida que yo quería. Les rogaba, entonces, que me dejaran ir para el pueblo, que yo podía trabajar como miliciana, que no me les iba a volar. Pero siempre me decían que no, que no jodiera tanto con ese cuento.
 
De repeso, tenía que aguantarme los castigos que nos ponían. Si uno, por ejemplo, dejaba caer un pelo cuando cocinaba, tenía que cargar leña todo el día. A mí casi no me castigaron por eso, pero sí por ser grosera con los cabecillas. Varias veces me dejaron amarrada a un palo toda la noche. Así, en vela, con frío, con hambre.
 
Lo único medio bueno era que todas las muchachas éramos muy unidas. Si a alguna la castigaban quitándole el desayuno o el almuerzo, las otras le llevábamos comida a escondidas. Por eso me daba muy duro verlas sufrir. Darme cuenta, por ejemplo, de que estaban embarazadas y de un momento a otro aparecían sin barriga, llorando por ahí escondidas. Luego me contaban que las habían obligado a tomar pastillas o a aplicarse inyecciones para abortar. Pero a algunas les iba peor: cuando ya tenían cuatro o cinco meses, les hacían unas cirugías, o no sé cómo se llame eso, para sacarles los bebés. Eso era horrible. Siempre pensé que si algún día quedaba embarazada, me volaba como fuera, porque no iba a dejar que mataran a mi hijo.
 
Mientras muchos civiles consideran el aborto un pecado, allá, en la selva, en las reglas de la guerra, no hacerlo es una sentencia de muerte. Un mayor de inteligencia del Ejército cuenta que, aunque algunas guerrilleras intentan ocultar sus embarazos, los comandantes las descubren y las castigan. Algunos desmovilizados han relatado que, incluso, cuando el embarazo está muy avanzado, dejan que los bebés nazcan, pero no que crezcan. “Les quiebran la tráquea para ahogarlos. Luego los entierran”.
 
Una noche, después de dos años de insistir, uno de los ‘camaradas’ me llamó y me dijo: “Usted, que no hace sino decir que se quiere ir, pues váyase, pero váyase ya, la veo...” ¡De una!, le contesté. Yo creo que él pensó que le iba a decir que no, porque eran las ocho de la noche, estaba oscuro y hacía mucho frío. Pero yo pensé: es ahora o nunca. Obvio antes de irme me advirtieron que tenía que presentarme cada mes y cumplir con la vigilancia en el pueblo.
 
Luego de caminar toda la noche, llegué a una carretera. Allí me estaba esperando un primo, que era el jefe de las milicias. El mismo que se convertiría en mi sombra. Ese día fui a buscar a mi hija. Estaba tan emocionada, tenía tantas ganas de verla.
 
Cuando llegué a la casa del papá, la niña estaba afuera jugando. “Muñeca, venga, deme un abrazo, llegó la mamá”, le gritaba. Y ella me miraba todo raro, como esta quién es. Me enteré de que le decía mamá a su madrastra. Eso fue muy triste.
 
Pero yo seguí visitándola todos los fines de semana y, poco a poco, me la fui ganando. Quería vivir con ella, pero el papá no me dejaba. Y hasta mejor. Yo no tenía tranquilidad, en la noche, en la tarde, en la madrugada, a la hora que fuera, mi primo me mandaba a la loma a mirar si estaban los militares. Y cuando había combates, me tocaba ponerme el camuflado y pelear como cualquier guerrillera. En la casa mantenía armas y granadas para estar preparada. Así pasé otros dos años. Hasta que me decidí. Era ahora o nunca.
 
*Paula cuenta su historia sentada en una oficina de las instalaciones de la Fuerza de Tarea Apolo del Ejército, en Miranda (Cauca). Es una chica trigueña, de pelo negro y ojos rasgados. Hace pocos días se desmovilizó de esa guerrilla que la reclutó cuando apenas tenía 15 años. Ahora tiene 19. A su lado, su hija de cuatro años le arranca los brazos a una Barbie que le regalaron los militares. *Paula acaricia la cabeza de la niña y cuenta que no fue capaz de dejarla. Antes de presentarse al Ejército, la fue a recoger a la casa del papá. “Él cree que estoy trabajando y que en unos días vuelvo”. Pero en sus planes no está regresar. Sabe que no puede. Si lo hace, su primo la mata. Porque así se castiga a los “faltones”. En unos minutos, saldrá el helicóptero que la llevará hasta Bogotá, a un Hogar de Paz del Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado.
 
-¿Tiene miedo?
-Mucho
-Entonces, ¿cómo logró tomar la decisión de escaparse?
-No iba a dejar que me hicieran lo mismo que a mis amigas. Tengo dos meses de embarazo y quiero ser una mamá libre.
 
*Nombre cambiado por seguridad.
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