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La semana pasada culminó en Medellín un simposio conmemorativo del vigésimo aniversario de la Constitución Política de 1991, organizado conjuntamente por las universidades Nacional, de Antioquia y Eafit. Habrá -y esperamos que haya- más expresiones ciudadanas, académicas, institucionales, festivas y también reflexivas a lo largo del año.
El punto de partida es muy positivo. Desde el punto de vista sustantivo: reconocimiento de la diversidad, apertura a la participación y constitucionalización de los derechos. Desde el punto de vista procedimental y democrático: inclusión, pacto social y acuerdos de paz. En mi opinión, mucho más determinante y significativo el segundo aspecto, si se tienen en cuenta la trayectoria histórica de paz y el momento que vivía el mundo entre 1989 y 1991.
El primer día de discusiones en la Universidad Eafit surgió un duro cuestionamiento al impacto relativamente pequeño de la Constitución en lo que algunos politólogos llaman "capacidades infraestructurales del Estado" o, simplemente, la construcción del Estado colombiano. Cualquiera que mire los 20 años anteriores se encontrará con la anomalía de que después de la Constitución vinieron, uno enseguida del otro, el tsunami Samper y la guerra.
Una de las columnas vertebrales de cualquier Estado es la fiscalidad, es decir, la capacidad de obtener ingresos tributarios. El balance en este campo es malo si miramos la historia reciente, pues aunque los ingresos por impuestos se duplicaron, Colombia apenas ocupa el puesto 12 en América Latina, situándose detrás de países como Bolivia, Nicaragua y Honduras. Con el agravante de que sigue siendo cierto lo que dijo Uribe Uribe hace un siglo, que aquí "sólo paga diez el que debiera pagar cincuenta" y "paga cinco el que sólo debiera pagar uno" y así no se puede construir una "verdadera república".
Hablar de impuestos es antipático, pero cualquier tema que implique hablar de responsabilidad, deber, obligación, lo es. Y, sin embargo, hay que hablar de ellos. Por eso la promesa más irresponsable e incumplible que hiciera el candidato Juan Manuel Santos fue la de no tocar los impuestos. Ahí se le olvidó el socialdemócrata europeo y se le salió el republicano gringo.
El profesor Jorge Iván González lo dejó muy claro en su exposición cuando advirtió que cualquier discurso sobre distribución, pobreza y desigualdad es vacío en un país con tan baja capacidad fiscal. Además, donde el disponible del Estado central para inversión es apenas del 6%, menos de lo que registraba en 1990.
Al terminar el primer día de sesiones un estudiante, y ahora colega, me entregó un libro de dos académicos estadounidenses ya reconocidos -Holmes y Sunstein. En el típico estilo de su país, el libro se subtitula "Por qué la libertad depende de los impuestos" (El costo de los derechos, Siglo XXI, 2011). En las primeras páginas dice: "Los teóricos morales deberían prestar más atención a los impuestos y al gasto público de la que suelen concederles".
Claro que los teóricos morales -los que hablamos de justicia, equidad, derechos humanos, entre otras cosas- debemos hablar de cómo se pagan la seguridad y las libertades, de cuánto cuesta una sociedad decente. Pero es más grave que los políticos se olviden de esas preguntas.