La evidencia de que hay conflicto armado no necesitaría reconocimiento presidencial, siendo tan evidente como es, para cualquier colombiano que no viva entre una caja fuerte. Por eso, entendemos que la frase del Presidente Juan Manuel Santos -"Aquí hay conflicto armado hace rato"- no implica una formalización jurídica o una modificación de la categoría en que tanto Colombia como el mundo tienen desde tiempo atrás a las guerrillas, como grupos terroristas y narcotraficantes.
Y el hecho de que ese término vaya a incluirse en la Ley de Víctimas, creemos que tampoco traerá las consecuencias que teme el expresidente Álvaro Uribe. Reputados juristas, no sospechosos de simpatías revolucionarias, han hecho claridad en que el estatus de beligerancia no se adquiere automáticamente por reconocer que hay conflicto armado.
La beligerancia, entre otras cosas, la reconocen otros Estados cuando se dan, taxativamente, las condiciones definidas en los instrumentos jurídicos del derecho internacional. Hasta ahora, salvo un intento torpe de un mandatario vecino, ninguna nación ha estado próxima a reconocerles ese estatus a los guerrilleros colombianos. Por lo menos formalmente, ya que en la práctica sí lo ha hecho el mencionado vecino, al darles cobertura y alojamiento impune en su territorio.
Para la aplicación ecuánime -y económicamente viable- de la Ley de Víctimas, es necesario introducir el conflicto para acotar los sujetos beneficiarios de la misma, y precaver que su alcance se extienda al infinito, teniendo en cuenta que, a la larga, víctimas podremos haber sido los 44 millones de habitantes.
Las definiciones jurídicas, en efecto, tienen muchas y, a veces, imprevisibles consecuencias. Denominar de una forma u otra un fenómeno de violencia no puede ser sometido al azar de los sinónimos que nos ofrece el léxico. Hay que andar con cuidado. Pero teniendo en cuenta que la realidad sociológica que vive la nación es la propia de un conflicto interno, donde múltiples actores violentos, armados, que combinan todas las formas de lucha, pugnan por arrebatar el monopolio estatal de la fuerza y, a sangre y fuego, quieren apoderarse del territorio, de los recursos y, en últimas, del poder. Que su lucha sea completamente ilegítima y repudiada por el pueblo colombiano, es otra cosa.
Asunto distinto -y aquí también se hace imperiosa la necesidad de ser precisos- es que Colombia sufra una guerra civil, como con ligereza lo dicen no pocos observadores internacionales, o pomposos intelectuales colombianos "progresistas". Podrá ilustrarlos, al efecto, el propio Protocolo II adicional al Convenio de Ginebra.
Finalmente, no debe nunca perderse de vista que hay una Corte Penal Internacional (CPI), aceptada por Colombia, que tiene competencia para conocer de los delitos de lesa humanidad y, en general, los cometidos contra el Derecho Internacional Humanitario (DIH), cuando en Colombia no se juzguen o no se imparta justicia. Los verdugos del pueblo colombiano no podrán escudarse en sutilezas semánticas para evitar, más temprano que tarde, ser sujetos de esa jurisdicción.