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Las democracias deben tenerle mucho miedo –¡pavor!- a los consensos, a los acuerdos absolutos, o a las “Unidades nacionales”. Una democracia saludable implica discusiones, debates, disensos e incluso, polarizaciones; porque solo de la competencia de ideas divergentes se pueden tomar las mejores decisiones, las más legítimas y democráticas, las más sensatas y convenientes.
Por supuesto, este escenario de competencia democrática debe presentar las mejores condiciones del ejercicio político para todas las fuerzas dentro del espectro legal de la sociedad. Y todavía más importante, necesita de fuerzas políticas –movimientos, partidos, costureros o clubes de libros- que sean conscientes de su responsabilidad con los ciudadanos y con su misma misión de competir por la prevalencia de sus ideas con firmeza, pero también respeto, honestidad y sensatez.
Pero para esto, necesitamos de una oposición juiciosa, que sea capaz de exigir cuentas al Gobierno sin caer en extremismos o ridiculeces conspirativas. Sin armar persecuciones, ni denunciar catástrofes en cada esquina.
El Centro Democrático, por ejemplo, decepciona porque en muchas de sus intervenciones y decisiones se terminan imponiendo los más extremos –y torpes- de sus miembros, que los moderados, que no solo podrían ejercer una labor de oposición más clara y responsable, sino que apelarían con más facilidad a los ciudadanos que quieren ver más control político sobre el gobierno de Juan Manuel Santos.
Algo similar ocurre con el Polo Democrático, en donde la gente le hace más caso a Cepeda que a Robledo o a Clara López.
Y al degradarse a sus extremos, ambas fuerzas políticas expulsan a cientos de miles de ciudadanos que siguen estando huérfanos en la actual contienda nacional.
Lo curioso es que el gobierno Santos ha ganado, de lejos, méritos para hacerle oposición, ha dado muchas razones para que seamos críticos. Tanto, que un poco más de la mitad de los colombianos lo hemos visto, y sin embargo, la oposición tiende a caer en la tentación de las conspiraciones, las exageraciones, el extremismo e incluso, las mentiras.
No son necesarias. Esa es la tragedia de la actual oposición en Colombia, que con todo un arsenal a su disposición para ejercer su función sin problemas –y con responsabilidad- se decide por la fácil y torpe alternativa de sabotearse a sí misma.
El mejor ejemplo es la Negociación en La Habana entre el Gobierno y las Farc, en donde lo que hay (y está claro y es público) es suficiente para adelantar un necesario control político; pero la oposición al proceso –el Centro Democrático, sobre todo- se deja arrastrar por fantasías o verdades a medias.
Falta pragmatismo y responsabilidad en nuestras fuerzas de oposición, y el problema es que en tanto no asuman este papel que la democracia reclama, la falta de control sobre la “Unidad Nacional” y el gobierno del presidente Santos le permitirá seguir su quehacer sin restricciones, continuará su labor desenfrenado; apalancado en su supuesto “consenso” nacional.