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No parece banquero y está lejos del estereotipo del ejecutivo empotrado en un mundo de poder y revestido de lujo, eso se advierte de entrada. Prefiere no usar corbata y sonríe ajeno al formalismo: tiene una sonrisa por corbata.
Sale de su oficina, marcada con la dirección 9E, y camina por los corredores de esa ciudad de 4.200 habitantes que viven en la sede principal de Bancolombia, en Medellín.
A quienes encuentra a su paso los llama por el nombre y siempre sabe algo de ellos distinto a lo que hacen, lo disfruta. La gente lo saluda y no por cortesía, sino porque quiere, se les nota en los ojos.
Pareciera que no es el jefe, que no es el presidente del banco más grande de Colombia con 98 billones de pesos en activos y 11,6 billones de pesos en patrimonio. No. Es simplemente Carlos Raúl Yepes, un empleado más de 48 años, uno más de los 33.000 que atienden a ocho millones de clientes en siete países.
Atraviesa todo el edificio y llega a la cafetería del último piso, en el costado norte de esa mole levantada en la zona industrial de la ciudad. “Claudia” le vende una botella de agua con gas y un té para su acompañante. Paga de su bolsillo. Se despide con una sonrisa.
Mientras busca una mesita para sentarse con la ciudad de fondo dice que aquí, a ese edificio, no se viene a trabajar, sino a vivir. Se sienta cómodo cerca de unas mesas de billar, uno de los sitios donde recrean el tiempo libre los empleados.
Respira tranquilo. Mira a los ojos, vuelve a sonreír. Casi siempre hablando en plural y sin mirar el reloj, comienza una charla con quien esta noche recibirá el premio al Empresario del Año 2012, del diario económico La República.
—A todas estas, ¿se siente el Empresario del Año o el empleado del año?
—Yo quisiera ser el ciudadano del año. Lo veo como un concepto de una persona que tiene que reunir su formación personal y profesional para proponer ideas de una sociedad mejor. No soy el líder, está en lo que hacemos todos desde Bancolombia. El reconocimiento del Empresario del Año representa que nuestra propuesta dentro y fuera de la organización se está entendiendo.
—Entonces, ¿quién sería para usted el Empresario del Año?
—Es difícil decirlo y no me gustan los premios individuales. Estos premios son el resultado del trabajo, la experiencia y la preparación de muchas personas. La verdad, estos premios me dan como pena, como vergüenza.
—Pero si tuviera que dar un nombre, ¿cuál sería?
—No lo daría, porque al final estamos en una economía donde muchos concurrimos para tratar de facilitar y hacer crecer al país. El Empresario del Año debería dársele a la voluntad común de querer hacer un país mejor.
—¿Y qué aconseja a los emprendedores que comienzan su carrera empresarial?
— El empresario tiene que estar muy conectado con la sociedad, escuchar el murmullo del entorno, ser capaz de anticiparse y tener visión de futuro. Debe reconocer el talento que tiene alrededor, valorar a los demás y saber trabajar en equipo.
Lo cierto es que Yepes, dicen sus colaboradores, cumple con esos atributos, pero rehúye de todo lo que sea un elogio individual, porque lo que menos le gusta es alimentar el ego. De ahí que se repite todos los días lo que aprendió de su familia y los jesuitas que lo formaron en el colegio San Ignacio: “ser más para servir mejor”.
—Créame que me cuido detener siempre los pies sobre la tierra, de que reconocimientos como el Empresario del Año o títulos como el presidente de Bancolombia, no me cambien la forma de ser, esa es una preocupación constante —dice con naturalidad, sin imposturas.
Por eso aún realiza todas las noches, antes de dormir, el Examen General, esa forma en que los curas le enseñaron a esculcar en la conciencia lo hecho, lo dicho, para saber enmendar a la jornada siguiente lo que sea necesario.
—¿Se ha sentido en el lugar equivocado como presidente de este banco?
—La verdad, no. He encontrado espacios y personas muy amables conmigo. Pensar en una transformación trascendente desde el servicio está dando resultados y por eso no me siento en el lugar equivocado.
Resumir al “Carlos Raúl de siempre” es bien complejo. No solo es el hincha abnegado del Atlético Nacional que no falta domingo en el estadio, cuando lo deja el trabajo, como tantos han contado. No solo es la amabilidad, la cercanía, la lealtad y otros valores que le destacan quienes trabajan con él.
También es el hombre sencillo resultado de esa vocación terca al desapego de lo material, sembrada desde su familia y cultivada junto a sus cuatro hermanos y las lecturas de Deepak Chopra. Uno de los ejecutivos mejor remunerados del sector financiero, sigue teniendo un Toyota Corolla modelo 2006 que hoy no vale ni la tercera parte de su salario, aunque deba moverse la mayor parte del tiempo con escoltas y conductor en una camioneta blindada que le asignó el banco.
—A veces me vuelo en mi automóvil —confiesa con picardía pueril—, es rico manejarlo, saber que no está blindado y pasar desapercibido por la ciudad. Indiscutiblemente, una de las cosas que se pierde al llegar a estos cargos es la intimidad. Uno se mueve entre ser de bajo perfil y un escrutinio público constante, es una dificultad que se aprende a sobrellevar.
Por eso no es raro en él que un día haya salido de una reunión de alto nivel en la Casa de Nariño, y a pie, sin escoltas, como un ciudadano más, se haya ido para una sucursal del banco en el centro de Bogotá a ver cómo atendían. Al principio, los empleados no lo reconocieron, después lo invitaron a almorzar: “sentados en la mesa de atrás, todos abrieron sus ‘cocas’ (fiambres) y cada uno sacó un poquito y armaron plato para mí, fue un momento muy bonito”, atina a decir.
—¿Qué es lo más preciado para usted?
—Lo tengo muy claro: mi familia y mis amigos. Eso no se puede comprar, no tiene precio —responde de inmediato y voltea a mirar.
Y con tanta sencillez, le da pudor contar que su solidaridad con los amigos es incondicional y prefiere omitir detalles. Una vez, apunto de egresar del colegio, se encargó de organizar la “Villatón” para ayudarle a un amigo en apuros económicos para que tuviera con qué comprar el cachaco para los grados.
También tiene entre sus causas personales está pagarle la universidad y los gastos de libros y transporte al muchacho que le cuida el carro cuando va al estadio.
—Es un excelente estudiante de física y mecatrónica. Lo apoyo en lo que necesite y somos muy buenos amigos. Siempre he tenido el deseo de que más colombianos tengan acceso a estudiar y la pobreza no atrape su talento.
Con ese espíritu, reconoce que si no fuera el presidente de Bancolombia le gustaría trabajar en temas sociales y ambientales, que cuando se encuentra con la directora de la fundación del banco, Catalina Echavarría, le advierte con humor: “cuide ese puesto que cuando menos piense se lo voy a quitar”.
Pero después de una exitosa carrera profesional, de estar donde está, de haber sido miembro de la junta directiva del banco que timonea, de ser vicepresidente Corporativo del Grupo Argos, de llegar al Grupo Empresarial Antioqueño 15 años atrás como director Jurídico del, entonces, Banco Industrial Antioqueño (BIC), ¿qué más le queda por hacer a Yepes?
—Cuando termine mi actividad en el banco ya no pensaría estar como empleado de una empresa, me sueño trabajando en temas sociales, para devolver lo recibido toda la vida.
—¿Y aspira a quedarse mucho tiempo en este cargo?
—No pienso en eso. Me levanto con la idea de hacer las cosas bien, que el banco tenga un norte muy claro y mantener el objetivo común. Si digo que me voy a los 55 años, o a los 60 o a los 65, ya estoy ido. Ponerle años al tiempo en este cargo restringe la imaginación.
—¿Y cómo se sueña este banco al dejarlo?
— Cumpliendo la aspiración que tuve cuando llegué: una organización en crecimiento, rentable, funcional y sostenible, pero basada en las personas, reconocida por su transparencia y se mantenga como el mejor lugar para trabajar.
Aquí no terminó esta entrevista, pero sí el espacio para ella. En el tintero se quedaron más ideas, anécdotas, números, así como las satisfacciones que Yepes celebra en plural.
Seguro así lo hará esta noche cuando reciba un premio individual como Empresario del Año y lo celebre como si fuera un triunfo colectivo, como cuando canta un gol del Nacional.
Esta vez jugará de corbata, pero sin perder su sonrisa, lo último que dejó al salir del ascensor y antes de decir con naturalidad, “gracias por venir, vuelvan por acá”.