viernes
7 y 9
7 y 9
Es de mañana. Un Sol de invierno, oculto por un cielo nublado, calienta el aire húmedo. Un bote de madera está suspendido en la mitad del río Medellín, unos doscientos metros arriba de Moravia. Una barrera hecha de latas, sostenida con varillas, está clavada en el lecho del río, protegiendo la pequeña embarcación de la corriente. Un hombre está sumergido hasta la cintura, junto al bote, armado de pala, extrayendo gravilla y guijarros y vertiéndolos en el fondo de este. Otro hombre, sin camisa, lo mira desde la orilla oriental del río.
Hernán Serna y Carlos Arturo Ortiz, dos areneros de Moravia, son socios. Ochenta años suman entre ambos de estar sumergiéndose en esas aguas que parten en dos el Valle de Aburrá en proporciones más o menos equitativas, y tal cantidad de años también debe repartirse entre ellos en proporciones más o menos iguales.
«Yo comencé a los doce años y tengo cincuenta y dos. Haga la cuenta». Indica Carlos Arturo, quien comenta que él aprendió este oficio de su padre, Ramón Antonio.
Mientras habla, parado a un lado el afluente, a la sombra de carboneros cuyas ramas gotean aún por el aguacero del amanecer, revisa en qué situación está su pala: gasta cuatro en el año y ya esta se ha vuelto delgada; al pasarle el pulgar por su borde, se siente filoso como un cuchillo de carnicero.
Sabe que un hombre lo mira adormecido desde un agujero, uno de esos desagües secos, pero no voltea a mirarlo. Desde su sitio, escucha, entre el sonido de la corriente, un vallenato emitido por la radio que descansa en la proa de esa nave del río.
Cuenta que en el tiempo de sus inicios, los años setenta, el río arrastraba más materiales que hoy. Hasta arena de revoque podía encontrarse. Las quebradas que desembocan en él no estaban entamboradas ni canalizadas, sino que corrían por sus lechos naturales desde las cordilleras y, por supuesto, llevaban arenas diversas. De pega, de revoque. Además de la gravilla y el canto rodado, que todavía aparecen. Y los areneros del río no eran los dieciséis escasos que hoy se distribuyen entre Moravia y la calle San Juan, sino entre ochenta y cien.
«Pero unas por otras: en ese tiempo del que hablo, también era más sucio».
Las fábricas aledañas al afluente, vertían cuanta sustancia residual tuvieran y no había autoridades ambientales que les salieran al paso.
«A veces, echaban grasas en tal proporción que, al final de la jornada, uno debía limpiarse todo el cuerpo con gasolina para despegarse esos aceites; otras, era que salía uno con picazón por los fuertes químicos; había ocasiones en que echaban al río la supia del café y uno estaba parado en ese ripio, y en la pala salía puro ripio».
¿Muertos? Sí. Ocasionalmente el río baja personas muertas. Los asesinos han acostumbrado tenerlo como vertedero.
«Al que le quede más cerca, lo saca para una orilla», dice Carlos Arturo, antes de entrar presuroso a las aguas. En su camino, evade un colchón que debe haber salido, lo mismo que un pino amarillo de bolos, de una quebrada de la margen oriental, la cual entra espumosa en la corriente.
Se une a Hernán en la labor de llenar el bote, descargando los guijarros hacia popa y la gravilla en el centro.
En breve, ponen las palas sobre los dos cerros, apagan la radio y remolcan el bote hasta la orilla, donde, también a paladas, desocupan la pequeña embarcación. Una gaviota blanca levanta vuelo desde un lugar cercano. Un gallinazo aterriza en un tronco caído, casi en el sitio que ella ha abandonado.
Paleando y hablando, sin que en la voz se note el esfuerzo de la actividad, el otro hombre, Hernán, revela que también heredó el oficio de su padre de quien era homónimo.
«Medio Medellín fue construido con materiales de este río», revela este palero.
El edificio Coltejer, el del Banco Popular que está situado al lado de la iglesia de la Candelaria...
«Muchas moles, lo mismo que las casas de estos barrios, fueron hechas con estas gravillas», confirma su socio.