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En el cruce de Colombia con la Oriental, Jairo Alonso Giraldo, sin piernas y sin un brazo, vende los mejores aguacates de Medellín, y está allí desde hace tanto tiempo, que prácticamente casi todo mundo lo conoce: un saludo por aquí, un abrazo por allá, un estrechón de mano, muchos que compran, y en esta esquina de tanto movimiento, él es el protagonista principal.
A sus 42 años, Jairo aún no entiende ni cómo está vivo, pues de niño la tuvo tan dura, que solo una especie de milagro le permitió sobrevivir y andar por ahí contando el cuento de su vida. Que tiene algo de heroico, una pizca de milagroso y mucho de buena suerte.
-Cuando tenía un año, me dio un uñero, y mis papás pensaron que me iban a curar con hojitas de café, y lo que pasó fue que perdí las dos piernas y un brazo-, relata Jairo con la tranquilidad del que ya superó la crisis.
Cada que la cuenta, su historia resulta más inverosímil. Jairo, en todo caso, no nació para morirse ligero. Eso es lo que dice. Y los hechos lo comprueban, ¡claro!
Ahí donde lo ven, tiene una familia ejemplar y hasta se diría que ideal: una esposa que lo adora y dos hijos: una hembra y el otro varón, casi lo que sueñan todas las parejas del mundo. Y casa... Esta le llegó de la forma que él menos se imaginó y en el momento en que más dificultades económicas atravesaba.
***
Un día, alguien me habló de la fama de excelente persona que tenía Jairo y de lo buenos que eran sus aguacates. Tanto, que los clientes hasta hacían fila para comprarlos, decían.
Aunque no me pareció tan raro, por lo menos sí lo vi curioso, que en un Centro invadido de venteros ambulantes y estacionarios, un peatón se tome el trabajo de dedicarle más de tres minutos a la compra de un aguacate.
Y acudí al lugar, a sus dos metros de acera que con el paso de los años se convirtieron en su local.
Y allí estaba Jairo, en uno de los cruces peatonales y vehiculares más populosos de Medellín: la avenida Oriental con la calle Colombia.
Era casi invisible, pues sin piernas, el hombre quedó con la estatura de un enano y solo su cabeza sobresalía en medio de las decenas de aguacates organizados en su carreta.
Lo que vino después fue suficiente para torcer el destino de este hombre, nacido en una vereda de Cocorná y que a los once años se vino a Medellín, con su tronco, sus muslos, una mano completa y con las ganas aventureras de un niño que lo que menos quería era quedarse cultivando legumbres en una vereda caliente y olvidada de la civilización.
Con su humildad tan en exceso, las ganas de trabajar para darle un futuro a su familia, la bacanería de man que me pareció y el carisma infinito de su personalidad, Jairo conquistó mi corazón. Y su historia quedó plasmada en una crónica que titulé “Jairo, el magnate de los aguacates”, publicada el domingo 6 de marzo de 2011.
-Ese día cambió mi vida. “Me acuerdo que madrugué a trabajar normal, de 4:00 de la mañana hasta las 8:00 de la noche, como lo hago todos los días, y todo mundo se me arrimaba a felicitarme y darme la mano. Y muchos me trajeron EL COLOMBIANO, hasta me preguntaban que cuánto me habían cobrado, ja, ja, ja, porque yo nunca creía que iba a salir una página tan grande, yo creía que eso para gente importante”.
Allí se contaban, además de la tragedia de Jairo de haberse quedado sin miembros, sus peripecias en Medellín y otras ciudades del país, Ecuador y Venezuela, las cuales recorrió desde niño rebuscándose la plata como comerciante de frutas, confites, cigarrillos o cuanta cosa tuviera movimiento “comercial”. Y también el relato de su encuentro con Lina Margarita Santiago en uno de sus viajes a la Costa Atlántica, donde vendió pescado: una mujer que es todo sonrisas y que se enamoró de él porque tenía el pelo largo, y como a ella le encantaban los machos así, ni siquiera notó que le faltaban sus piernas y su brazo izquierdo.
-Él sigue siendo el más hermoso, ja, ja, ja- dice Lina, catorce años después del flechazo con Jairo, que selló un amor eterno y enorme y del que nacieron Sharai y Jairo Emel, de doce y diez años y que hoy son felices dándole abrazos y sonrisas todo el tiempo.
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-Como a la semana de usted haber sacado la noticia vinieron de Televida y me grabaron todo un día, me preguntaron de todo y decían que querían saber si era verdad lo que usted escribió. Fueron a la casa donde yo vivía en Buenos Aires. Después apareció un señor y dijo que me iba a dar una casa. Imagínese, yo pagando arriendo hace nueve años en una casa de dos piezas, que en una guardaba los aguacates y en la otra dormía con la familia, y sin esperanzas de nada, y venir a regalarme esto...
Esto es su apartamento en una unidad residencial en San Javier, en la comuna 13.
Jairo cuenta que se lo dieron amoblado con los principales enseres. Tiene pieza matrimonial y un cuarto para cada hijo. También cocina integral y con acabados en cerámica. Es pequeño, de unos cincuenta o sesenta metros, ¡claro!, pero suficiente para acomodarse, dignificar una vida que ha sido de luchas y esfuerzos, y arrumar allí todo el amor que brota de él y que emanan Lina, Sharai y Jairito Emel.
-En la calle, antes de ser conocido, me perseguían mucho de Espacio Público. Yo le conté que un día me quitaron la mercancía y me llevaron a una estación, un policía que me la tenía montada, y el jefe del comando le dijo que si no le daba pena llevarme a mí allá por andar rebuscándome la vida, y desde ese día me dejaron trabajar tranquilo-, recuerda Jairo, abrazado a Sharai y su hijo tocayo y a la inmensa Lina Margarita, con el cuadro del Corazón de Jesús al fondo, colgado en la pared y la infinita ternura de su rostro cuando los pequeños, que son su vida, le chantan besos.
-Yo creía que la gente era egoísta, pero con lo que me pasó cambié. La primera que me demostró que el amor existe fue Lina, que estuvo casi 20 días en el hospital conmigo, porque casi me mata una peritonitis.
A Lina, para más dicha de la familia, le dieron empleo en oficios varios en la unidad residencial donde les regalaron la casa y eso ayuda bastante. Sobre todo porque los chicos tienen ambición de estudiar.
-Yo quiero ser futbolista o policía-, comenta Jairito. Está un poco gordo para ambas cosas, pero tiempo le queda para rebajar de peso. Sharai, en cambio, la mayor, no tiene claro lo que desea. Se tapa los labios, sonríe y mira de soslayo. Está llena de cariño por su padre, es lo que más se nota.
***
Una casualidad me llevó hace pocos días a la esquina de Jairo. Y allí estaba, igualito, soñador, amable, sonriente, sencillo, leal.
Nos saludamos y de inmediato recordó quién era yo. Entonces me contó que la crónica del aguacate sirvió para que le dieran una casa.
Y cómo no contarlo si el periodismo no lo concebí jamás para atizar odios políticos ni servir a los poderosos, como se volvió ahora. Lo ejercí para esto, para hacer visibles las historias de los más sencillos. Y a veces pasa lo de Jairo: que una simple crónica motiva él corazón de un piadoso a regalar una casa. Y eso, sencillamente, es milagroso....