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Quince clavos tiene la cruz erigida desde ayer en el parque de El Aro en Ituango. Quince y representan cada una de las víctimas masacradas en el sitio en el que hoy está el madero. Martha Inés Posso Jaramillo, una de las matronas de ese poblado rodeado de escarpados, lo resumió con un recuerdo traído del pasado: “pusieron la cruz donde acostaron a la gente para matarla”.
La cruz fue cercada con cuatro pinos y representan los cuatro pilares sobre los que deben reposar los derechos de las víctimas: la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, medidas solicitadas por cada uno de los habitantes de este corregimiento, ayer en el día de las víctimas del conflicto armado.
Pero los habitantes de El Aro, un pueblo de calles de piedra y barro, construido en casas de bahareque, donde la barbarie de los paramilitares sembró el terror masacrando a 15 personas por “colaborar” con la guerrilla, plasmaron sus recuerdos con azul, rojo, amarillo, ocre, pinturas donadas por la empresa privada.
Ramón Posada fue uno de los que le cambió la cara a la fachada de su casa. La mitad de su pared cambió de blanco a crema, y la otra mitad, de naranja a rojo. “Estos son pequeños detalles que nos dan para ir borrando poco a poco esa imagen de violencia que tuvimos; y para ir mitigando los rencores hacia esos grupos que hicieron tanto daño”.
Con la llegada de los primeros botes de pintura, los habitantes se organizaron para realizar distintas tareas y “engalanar su pueblo”. Los más jóvenes barrieron las telarañas de los techos y muros, los más pequeños cargaron con las brochas y rodillos para pintar, y los adultos cambiaron el color de las viviendas, ajadas por el paso de los años, y otras, abandonadas desde la época de la masacre.
En su casa, el profesor Jhon Alexánder Palacios, único docente en la escuela El Aro, siente una extraña felicidad al ver los habitantes del corregimiento trabajando unidos, cambiándole la cara al pueblo que, según él, se fue muriendo después de la incursión paramilitar.
“Este pueblo cambió mucho después de la masacre. Todo se volvió una desolación. Por eso ver ahora esta gente trabajando, dándole vida al pueblito, se siente como un contentico en el corazón”, dice Jhon Alexánder, un negro alto, llegado de Chocó en 1995.
El Aro vivió ayer no solo una jornada de embellecimiento de fachadas. Sus habitantes, en la iglesia, firmaron un telón para expresar el abandono estatal. “No es que pidamos, es que queremos hacer valer nuestros derechos”, explica Ramiro Castrillón, presidente de la Junta de Acción Comunal de El Aro.
“Tenemos que reconocer que el Estado falló tremendamente en esta masacre y no puede volver a ocurrir. Además, hay que darles garantías a las víctimas y ayudarlas en su nuevo proyecto de vida. Por eso estamos acá en El Aro en la ruta de atención integral con 23 familias que están recibiendo atención”, precisó Santiago Londoño, secretario de Gobierno de Antioquia.
Los estudiantes también recibieron cuadernos y dotación para el estudio, además de 20 sillas para la escuela. Y recibieron un centro de salud.
En El Aro la tragedia la llevan dentro; pero en ese pueblo, enclavado en montañas, la lucha y la fuerza para salir adelante día a día la toman de la memoria de sus muertos, presentes en la cruz que les recuerda que de su pueblo, nunca se han ido.