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7 y 9
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¿Sabe qué le falta a todo esto? La paz. Es lo más hermoso que existe. Para qué quiere uno todas estas luces, todo este colorido, toda la animación de esa música de baile, si no hay paz. Para qué cantan los niños los villancicos de la novena, si no hay paz.
Estas palabras, sencillas y lúcidas, que bien firmaría el mismo papa Francisco para integrarlas en alguna de sus homilías; que repetiría con orgullo cualquier célebre orador de televisión o radio, o incluiría gustoso un predicador callejero, son de un hombre marginal, sucio y andrajoso, que anda con los pies descalzos y el cabello en riñas por las calles de Francisco Antonio Zea, el barrio de la zona noroccidental de Medellín, una de estas noches decembrinas.
Al decir esto, señala con el índice derecho la bella y copiosa decoración de las cuadras, luces rojas, verdes, amarillas, naranjas, azules, en ventanas, puertas y balcones, y otras más que atraviesan la vía por los aires de un balcón a otro, formando pasacalles decorados con estrellas de cinco puntas y mensajes de saludo a lugareños y visitantes.
Y seguramente alude también a ese pesebre comunitario armado en el parque central del barrio, en el que a esa hora, una multitud de vecinos, los más de ellos chiquillos, rezan la Novena de Navidad.
Encerrado en un cuadrilátero de anjeo, las pequeñas figuras de santos y animales pelean por el protagonismo con las luces de las instalaciones eléctricas.
El nido de paja en el que aparecerá como recién nacido el Niño Jesús de plástico apenas sí se ve bien, por culpa de tales resplandores.
En fila, los niños van acudiendo a leer por turno los gozos o a cantar el estribillo, según le toque en suerte, hasta el lugar en el que dos chicas de unos catorce años, despabiladas y calzando anteojos, se encargan de sostener el micrófono de la junta de acción comunal y de mantener el orden y el silencio de la multitud.
“¡Oh, sapiencia suma del Dios soberano,/ que a infantil alcance te rebajas sacro!...”
Al terminar, Ernesto Pérez, el presidente, toma el aparato para decirles a los asistentes que tiene apuntados ya a 270 niños para el aguinaldo del veinticuatro. Que ese día, el último de la Novena, entregará los fichos antes de rezar y repartirá los obsequios después del último amén. Lleva en el barrio 42 años y nunca ha notado que sus moradores sean fríos en esta temporada del año.
“Me gusta todo lo de diciembre —dice María Alejandra, una chica de diez años que acaba de cerciorarse de que en efecto, está apuntada en la lista y se apura para llegar a otra novena, dos cuadras más arriba—. Las velitas del siete y el ocho, los aguinaldos, las novenas, el traído del Niño Dios y los buñuelos”.
Cuando el presidente de junta apaga el micrófono, los niños con gorros de Papá Noel o de arlequín ya corren por las jardineras del parque, más bien peladas. Tal vez tienen un itinerario de novenas apretado, como María Alejandra.
En San Cayetano, la cuadra de la carrera 51 A, entre la 92 y 93, es una fiesta de luces y alegría. No hay casa que no esté decorada.
Cada año, como por noviembre, Luis Alberto Muñoz, el cerrajero, hace dibujos de figuras y las propone a los vecinos.
Este año diseñó triciclos antiguos, esos que tienen la rueda de adelante más grande que las de atrás.
Ellos le van dando sugerencias, las cuales él va anotando para modificar la propuesta inicial.
Y en su taller, que está al frente su casa, en un patio que remplaza la zona verde, situado a la altura de la capota de los buses que pasan por esa vía, fabrica las figuras en hierro.
El año pasado hizo ángeles. En casi todas las casas los conservan, de modo que en esta ocasión, ángeles y bicicletas conviven sembrados e iluminados en los antejardines.
“Llevo por lo menos 17 años adornando esta cuadra —dice el cerrajero, quien a esta hora descansa, mirando la cuadra desde la altura de su casa. Espera que se seque la pintura de una reja que le encargaron, la cual nada tiene que ver con lo navideño—. Si va allí a la vuelta, encuentra el pesebre en el que deben estar rezando la novena”.
Cuenta que esa es una cuadra festiva. Que en todas las casas, las familias hacen fiesta. La suya suele reunirse en ese patio frontal, el de su taller, a asar carne, revolver natilla y bailar.
Antes de la medianoche, alguno de los vecinos que hizo buñuelos, pasa por las demás casas compartiéndolos; alguien de la suya pasa por las demás entregando carnes y natilla; aquel de más allá en la que frieron chorizos, entregando algunos y, así, todos dan y reciben las viandas, en medio del alegre bullicio de la música caribeña y parrandera, hasta el amanecer. “¡Y que no falte el trago!”
“En años anteriores —menciona William Álvarez, un vecino—, la cuadra ha ganado premio de la Alcaldía por ser la mejor decorada. —Y añade—: ¿sabe cuál es la ventaja que tenemos? Que somos propietarios y habitantes del sector desde hace mucho tiempo. Por eso, todos queremos el barrio, nos unimos para hacer las cosas. Yo sé quién vive en esa casa de enseguida, en la de más allá y en la de la esquina. Sé cómo se llama la vecina del frente y todo el mundo”.
En Aranjuez, la cosa está que arde. En algunas cuadras, como la carrera 47, sembrada de edificios de tres y cuatro pisos en su mayoría, casi no hay una ventana, una puerta, un balcón, que no esté iluminada con hileras de luces de colores.
“No, y eso que hay algunas apagadas, porque sus ocupantes no han llegado todavía de trabajar para encender el alumbrado”, explica Luz Gladys Cardona, una mujer que ha vivido siempre en este barrio. Ha visto crecer a sus hijas, ahora adolescentes, en estas empinadas vías.
Atiende su negocio de esquina en el que vende salchipapas y perros calientes.
Cuenta que la fiesta del veinticuatro no se la pierde nadie. Que los grandes bailan, que los niños juegan y reciben los regalos junto al pesebre comunitario, que los grandes toman aguardiente y todos comen y se divierten hasta que los sorprende el amanecer del veinticinco con ganas de sancocho.
“Si quiere saber qué es diciembre, usted no puede irse de Aranjuez”, presume.