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Hace 36 años, a media cuadra del primer parque de Laureles, en el occidente de Medellín, Álvaro Ospina, un joven rockero de ese entonces, plantó la semilla de lo que hoy es un gigante de madera con corona verde. Uno de esos corpulentos que, como en la historia de David y Goliat, los más pequeños han intentado tumbarlo, pero hasta hoy no lo han logrado.
Es un falso laurel. Ese es el nombre de este individuo que se arquea en la punta un poco hacia el occidente, para cubrir con sombra a unas tres o cuatro casas de la carrera 74. Su nombre hace honor al barrio donde se encuentra y sirve de espejo para las complejas calles, que se protegen del sol gracias al frondoso verde que proporcionan los árboles de ese sector.
A mediados de la década pasada, el maestro Pedro Nel Gómez, junto a otros urbanistas, ayudó a esbozar lo que serían las primeras calles del barrio Laureles. Se hicieron circulares, al estilo francés, alrededor de la Universidad Pontificia Bolivariana. El verde, dice Libia Merisalde, una habitante del sector, ha estado desde ese entonces y es lo que permite respirar un aire distinto en esa parte de la ciudad.
Y es precisamente el aire, una de las razones por las que Álvaro sigue protegiendo el gigante que tiene al frente de su negocio.
“Los mismos vecinos me ayudan a protegerlo, de hecho, una vecina fue la que me regaló los letreros”, comenta Ospina, sobre los avisos que cuelgan del árbol para no cortarlo.
El tamaño del falso laurel que él custodia solo puede compararse con los árboles que habitan el primer parque de ese barrio. Tan grandes, que apenas puede verse el sol entre las hojas o que, incluso, detienen el agua en los días lluviosos.
Paula Carrillo lo aprovecha. Se acerca a una de las bancas del parque y abre un libro. La luz natural del día le señala las lineas que lee. De fondo, algunos músicos improvisan con trompeta y guitarra. Ni muy alto ni muy bajo, lo suficiente para “leer tranquila”, apunta.
Disfruta del “pulmón verde”, que comparte espacio con las grandes edificaciones que luchan por adueñarse del sector, aunque no lo logran. Ella, al igual que Álvaro y Libia, disfrutan la diversidad de los espacios verdes en el barrio. Allí, el paisaje se mezcla con bicicletas, deportistas, paseadores de perros o turistas.
“Me encanta Laureles porque es verde y eso te permite caminar mucho. Es como cambiar de ambiente en la misma ciudad”, detalla Paula.
Laureles sigue siendo el barrio que la jungla de cemento no se ha podido tragar y parece no estar muy cerca el momento.
Luchas como la de Álvaro o deseos como los de Paula y Libia mantienen vivos a los gigantescos árboles que se mecen al paso de la brisa, en el que podría ser, por su conservación de la naturaleza, el barrio más fresco de la ciudad.