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Si alguien sabe de lágrimas, tristezas, sufrimientos, humillaciones y arrepentimientos de hombres, buenos y malos; malvados e inocentes; víctimas y victimarios en la ciudad es Rosalba Osorio de Jaramillo, quien lleva 23 años de su vida metida dentro de los penales en un eterno peregrinar porque los presos sean mirados y tratados como personas. Su trabajo con los reos y guardianes de Bellavista y demás centros penitenciarios de Antioquia hace que unos y otros la llamen “madre” de los penales.
El respeto por ella es poderoso. Desde las prisiones se le advierte al resto de la sociedad que la “madre” es la única persona que puede considerarse blindada en la ciudad.
“Si en algún lugar se aprende a orar es en este templo infernal que llaman cárcel. Todos pedimos por la ‘madre’. A más de un condenado le rechinan sus dientes con solo pensar que a ella le pueda pasar algo. De ocurrir se rompería el único puente que muchos presos tienen con el mundo exterior y su sueño de reencontrarse con una vida digna”, dice Ricardo Gómez, convicto próximo a recobrar la libertad.
En una sociedad de injusticias como la nuestra su tarea es casi irreal: “convencer al gobierno y al resto de la sociedad de que los presos también son “seres humanos” y que así deben ser tratados y protegidos, dice la “madre”, quien por estos días trabaja en la creación de la Fundación Jesús Preso, de acompañamiento al detenido, la guardia penitenciaria y sus familias en Medellín.
Jorge Iván Rodríguez, 71 años, edad y figura que lo hacen ver como a un anciano venerable, posiblemente este fin de año abandone la prisión. Allí purga una larga condena por yerros del pasado, cuando no escuchaba consejos y resolvía las cosas a su antojo.
“Hace años Rosalbita se convirtió en mi única compañía entre rejas. He purgado mis culpas. Ella jamás me ha preguntado por qué terminé preso, pero siempre me ha abrigado en las malas. Aquí no hay buenas. Ella entró a mi vida, que estaba sellada, con sus obras y palabras. Es una bendición que alguien, con amor, le ponga la mano encima a uno para decirle: yo te acompaño”, comenta el viejo.
Doña Rosalba, 68 años, 1,55 de estatura, teóloga de la UPB, con una figura y unas acciones de vida que la hacen parecer a la madre Teresa de Calcuta, conoció la cárcel por dentro de la mano de su hijo Francisco Antonio Jaramillo, quien a sus veinte años, por un problema de una liquidación laboral, convirtió la situación en un asunto de sindicalismo extremo. En una reunión con sus padres sentenció: “patrón que me dé papaya se la cobro”.
Ese día le respondí: “hijo en este hogar se enseña y practica el camino del bien. Si usted toma otra vía pagará sus consecuencias”.
El muchacho concluyó que lo estaban expulsando de la casa. “De aquí no se echa a nadie. Le estamos advirtiendo que abra sus ojos al bien. No hizo caso y se fue a la calle, a la otra escuela, a la de la vida, la más difícil, la que no perdona”, dice Rosalba.
Meses después la llamaron para decirle que su hijo era un preso en Bellavista.
En ese penal, que ha convertido ángeles en demonios, su hijo perdió toda su furia y se transformó en un apóstol de bondad. Él, en ese depósito de infamias, “escuchó el llamado de un Jesús preso y dedicó su encierro a la labor humanitaria”, dice doña Rosalba.
Estuvo 11 meses preso. Al recuperar la libertad, con la misma decisión que se lanzó a la calle, el muchacho decidió dedicar todos sus esfuerzos para ayudar a los presos.
Su destino estaba marcado con otra carta. Sus enemigos no le perdonaron y fue acribillado. Su muerte significó el nacimiento de doña Rosalba como ángel protector de los presos, los guardianes y sus familias, estas últimas, casi todas, habitantes de los barrios de miseria de donde sale la mayoría de quienes terminan en la cárceles o en los ataúdes de la violencia.
Antes de entrar a Bellavista el único referente que ella tenía sobre las prisiones era que se trataba de sitios para gente mala, porque allí habían terminado los asesinos de su padre, sacrificado por conservador en la violencia partidista de los años 40 y 50, del siglo pasado, que colmó de cruces y odios, huérfanos y miserias los campos y ciudades del país. Por nada mataron a más de 200.000 personas en Colombia. Crímenes sellados con un pacto de impunidad firmado por los mismos políticos que atizaron la hoguera del odio partidista.
Rosalba tenía nueve años y vivía en el municipio de Briceño, norte de Antioquia, cuando fue asesinado su padre Francisco Osorio. Dos de los mejores amigos de él, ambos liberales, decidieron sacar pecho masacrando a uno de los godos del pueblo. Esa fue su suerte y su final.
Ofelia Muñoz era su madre. La única herencia que le quedó de su esposo muerto fueron ocho hijos. Hubo un juicio y una sentencia. A los asesinos los condenaron y enviaron a La Gorgona, la prisión más temible del país. Volver de allí era casi un imposible. Hay varios libros testimonio que dan cuenta de las desgracias de quienes caían tras sus rejas y de las carnicerías que armaban los guardianes cuando se emborrachaban y el aguardiente los llevaba a divertirse con los presos.
Sin su esposo y su vida cargada de incertidumbres, Ofelia Muñoz salió de su pueblo con su recua de muchachitos, siguiendo el camino que tomaban los desplazados de ese entonces e incluso los de ahora y terminó en Medellín, donde se instaló con su desgracia. Dios, quizás nadie más, le tendió su mano y abrigó al grupo familiar que salió adelante.
El tiempo también hizo camino para los asesinos y les labró su pedestal. Uno de ellos murió de lepra y el otro fue acribillado en el propio Briceño, cuando la violencia mutó de política a guerrillera y narcotraficante.
En Medellín Rosalba estudió, se enamoró y contrajo matrimonio con el ingeniero civil de la Universidad Nacional, Jaime Arnulfo Jaramillo. Tuvieron cuatro hijos.
Lo suyo era una vida feliz, abundante y sin preocupaciones. El día que entró por primera vez a Bellavista, ya han pasado 23 años, comprendió que el irredimible infierno estaba en la Tierra misma y no en el más allá. El hacinamiento, las enfermedades, las caras de odio, desesperanza, abandono y los estragos de la droga en los cuerpos y mentes de los presos la impresionaron. “Ese día yo también escuché el llamado de ‘Jesús preso’,” dice.
Tenía otros hijos y un esposo que acompañar, pero su prioridad era tocar puertas en todas partes por la dignificación de los reos de Antioquia y los propios guardianes.
Esto es tan difícil que la mayoría de los guardianes termina solidarizándose con obras humanitarias para apoyar a los presos.
“Mi esposo me cerró el paso, fue fuerte y sincero, como siempre lo fue y me puso a elegir entre esos (...) y mi familia. Nada me detuvo, no podía cruzarme de brazos ante tanto sufrimiento. Entienda que en las cárceles hay seres humanos, buenos y malos, que se equivocaron no hay duda, pero que necesitan y puede brindárseles una segunda oportunidad tampoco la hay”, dice Rosalba al defender la grandeza de su labor por la dignificación carcelaria.
Al final, su esposo (q.e.p.d.) dio el brazo a torcer. Sus hijos también comprendieron el sentido de su misión.
Rosalba toca puertas y corazones, algunos se abren y otros se abrirán. Así puede llevarles un helado a los presos de Puerto Berrío, la cárcel más pobre del país... Un kit de aseo para los de Andes, un penal para 80 personas en la que sobreviven, no se sabe cómo, más de 300; la medicina para los enfermos de Puerto Triunfo; la natilla y los buñuelos para celebrar con los presos de Bellavista la Navidad y el Año Nuevo; el canelazo para conmemorar la fiesta de la Virgen de las Mercedes, la misa y los detallitos para los guardianes en su día.
“Si algún guardián o familiar suyo muere, si alguno tiene problemas o alegrías como la llegada de un nuevo miembro a su familia, Rosalbita, nuestra madre, está con nosotros. Ella tiene que haberse ganado el cielo”, comenta Jorge Gómez Villada, guardián y vicepresidente de la Unión de Trabajadores Penitenciarios.
Más allá de su apoyo material y el entrenamiento de los reos en algunas actividades laborales y productivas, está su consejo preciso y el acompañamiento sincero para tratar de rescatarlos de sus miserias.
Un día llegó a Bellavista y se encontró con la noticia que uno de los muchachos que asistía a sus clases había intentado suicidarse.
Lo visitó en su celda. Con la confianza que le habla una madre a sus hijos, le dijo todo lo que ella pensaba del suicidio y la cobardía que significaba recurrir al mismo. Él muchacho le desnudó su crisis. “Madre usted no me está preguntando pero esta semana mis tres niños y mi esposa me visitaron. Todo el tiempo lloraron porque llevaban días sin comer, arrinconados en un rancho”, le dijo el preso.
Ella prometió que ese día saldría del penal a buscar algunas cosas para ayudarle a su familia y tratar de encontrarle algún trabajo a su esposa. Eran casi las seis de la tarde cuando, por fin, dio con el rancho en una de las laderas del occidente de Medellín. En la calle observó a una mujer joven que calentaba un chocolate en un fogón hecho con tres piedras y leña. “Que chocolate tan rico, aquí traigo pan y quesito para que comamos todos”, fueron sus palabras.
La mujer la miró y lloró. No había chocolate alguno. Estaba hirviendo agua con sal y papel periódico para darles a los niños. “No le miento. Esa es la cruda realidad. Esa fórmula dicen que calma el hambre y adormece a los niños. Luego habrá algo real para mantenerse vivo”, comenta la madre.
“En la cárcel los derechos humanos no proceden. Se trata de imponer el orden y lo tienen que hacer los propios reclusos, hay redes de poder en cada patio que todo lo controlan. Allí la ley es la del más fuerte. Qué tal dos guardianes controlando un patio de 600 o más presos, agobiados por el hacinamiento, el hambre, la rabia, la separación de sus familias, las drogas y durmiendo en el piso o en cambuches”, coinciden expresidiarios con los que habló EL COLOMBIANO.
“Llegué a Bellavista por un hurto agravado. Me recibió la guardia, me desnudó y hurgaron por mi ano. Luego de esta humillación pasé a una suerte de infierno, lleno de locos, de gente desesperada que ni siquiera podía moverse para no chocar con otro y terminar enredado en una pelea o víctimas de una golpiza. Fue lo peor, creí que no saldría vivo. Luego me asignaron un patio fijo. Pese a las dificultades que encontré en el mismo, pude respirar tranquilo y dejé de llorar (...)”, comenta Andrés Cárdenas, hoy en libertad.
El problema no solo está en la cancha de los reos. Bellavista, llena de gente con serios problemas de convivencia está en manos de un puñado de guardianes que solo logra cumplir con su misión a medias, tanto que hoy un sector de la guardia se niega a recibir presos, porque sería violarles sus derechos humanos debido al gran hacinamiento, un 178 %, la falta de drogas y programas de resocialización.
Un guardián tiene que responder por 500 o más presos, servir de “rastrillo” (persona que controla una reja), llevarlos a sanidad, darles paso para los talleres de trabajo, estudio. Esto no puede ser justo. Eso solo cambia el día que el Gobierno acabe con los privilegios carcelarios, que ponen en suite a los estafadores del Estado y ladrones de cuello blanco y en infiernos a los presos más pobres entre los pobres”, denuncia Rosalba.
Viene diciembre y la “madre” se mueve por toda la ciudad para poderles cumplir con el detallito de Navidad a miles de presos que la esperan ansiosos. El 24 seguramente lo pasará en Bellavista, repartiendo buñuelos, natilla y uno que otro detallito que logre recaudar. La jornada comenzará a las tres de la madrugada y se llevará todo el día. Será ese el detalle del Niño Dios en el que usted lector puede aportar.
Si está interesado en apoyar la labor de esta fundación comuníquese con el teléfono 320 656 3372 con Rosalba Osorio de Jaramillo.