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Tres tristes tigresas ahora son felices en su isla propia

Las tres fueron entregadas por un circo al zooparque Los Caimanes, en Córdoba, donde ganaron libertad, tranquilidad y alimento seguro y suficiente.

  • Tres tristes tigresas ahora son felices en su isla propia
  • A la izquierda, un antílope que también habita el zooparque. A la derecha, una de las tigresas a las que les cambió la vida con la salida del circo el pasado mes de noviembre. FOTO jaime pérez
    A la izquierda, un antílope que también habita el zooparque. A la derecha, una de las tigresas a las que les cambió la vida con la salida del circo el pasado mes de noviembre. FOTO jaime pérez
18 de enero de 2015
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Es tan cruel el encierro para un animal, que cuando un día se ve libre, en algunos casos ni siquiera es capaz de afrontar la libertad. Y llega hasta a morir.

Así, trágico, fue el destino de Karla, Abetsarí, Deyanira o Karina, una de las cuatro tigresas que el pasado mes de noviembre fue entregada por un circo al zooparque Los Caimanes, en Buenavista (Córdoba), donde les reservaron un lugar ideal para que de nuevo supieran lo que era pisar tierra, agua, hierba, arbustos... y correr o al menos caminar con ese sigilo propio de las fieras.

Paula Andrea Raigosa, directora ejecutiva del zooparque, dice que no sabe cuál de las cuatro murió, pues aunque sabía sus nombres cuando las entregaron, no identificó cuál correspondía a cada animal.

“Era de las de mayor edad, no quiso recibir alimento, no estaba bien alimentada, entró en depresión y nuestros veterinarios trataron de darle todas las ayudas posibles, pero finalmente murió”, relata con tristeza, pues su sueño era mantener a las cuatro juntas, tranquilas, sin sobresaltos ni el estrés de ser sacadas cada día a ofrecer un espectáculo manipulado por humanos.

Las tres que siguen vivas, radiantes y con esa mirada fina, fija, de animal noble y feroz, le dan la tranquilidad de que llevarlas allí fue la mejor decisión del circo que las entregó en cumplimiento de la ley que obliga, a partir de junio, a que ningún circo en Colombia tenga animales.

Casi en la selva...

Son las 5:30 de la tarde y en el escenario natural de Los Caimanes reina el silencio de los humanos. Entonces se oye el canto de las aves. Las cebras pastan tranquilas, pero indomables porque no hay hombre que pueda montarlas, dice José Arcía, uno de los encargados de hacer recorridos por el zooparque para que los turistas, a cierta distancia, observen los animales.

“Esas cebras prefieren tirarse al piso y mover las patas, que dejarse montar”, cuenta.

En el lugar hay caimanes, un búfalo de nombre Tony, negro, gigante, que tiene un terreno de varias hectáreas para pastar, pero acude a su llamado como si fuera una mascota.

José lo premia con varios kilos de pasto que él mismo le lleva hasta la boca, hasta sus dientes enormes que exhibe con más amplitud cuando él le dice que los muestre.

“Tony, los dientes, los dientes Tony”, dice. Y Tony responde con la generosidad del animal que se siente protegido, amado por el hombre.

Al fondo, como si hubieran encendido un poderoso equipo, irrumpe un sonido gutural, profundo, que se cuela entre los árboles y se expande en eco. Es el rugido de un león que allí, en el zooparque, también se siente rey.

Se ve viejo, lento, pero no deja su garbo, su orgullo de rey y por eso, de cuando en cuando, emite su rugido feroz.

A pocos metros de él -cien, doscientos- están las tigresas que, inexpresivas, ni se inmutan cuando el rey dice con sus rugidos “aquí estoy”.

En su isla propia

Paula Andrea cuenta que desde que llegaron al sitio, aparte de la que falleció, las demás se adaptaron con facilidad: “Ellas se han adaptado muy bien, viven felices en su hábitat, lo disfrutan todo el tiempo, se bañan en el agua que rodea la isla y pueden moverse libremente por ella”.

Ahí se les ve, pocas veces juntas, cada una en un pequeño espacio de los 3.200 metros del lugar. En el lago se sumergen a caminar con sigilo, lentas, sin sobresaltos ni miedos.

José dice que de allí sacan pescados y los devoran. Pero en la realidad no necesitan rebuscarse comida. El zooparque les provee el alimento cotidiano que les garantiza la existencia sin angustias.

“Las tigresas se comen 10 kilos de carne cada una tres veces por semana”, dice tras consultar con otro joven que pasa arrastrando una carreta.

“Les damos terneros, carne de vaca o que traen de empresas procesadoras de alimentos”, sostiene.

Añade que al rey león le dan 27 kilos día de por medio, a los pumas de a 7 kilos, a los tigrillos de a tres y así sucesivamente. Cada felino recibe su ración cotidiana y entonces lo único que no ejercitan es su instinto de depredadores, porque no lo necesitan.

Cuando las tigresas llegaron la idea era juntarlas con Ramón, un tigre viejo, presuntamente sin capacidad para preñarlas, que ya habitaba en el lugar. Esto, suponían en el zooparque, le mejoraría su condición ya que tendría otros ejemplares de su especie para compartir y, por qué no, ser un rey de la manada. Pero a veces los animales también son impredecibles. Y Ramón no fue el macho que haría felices a las tigresas.

“Él es un tigre muy adulto, con un genio fuerte y muy territorial, no dejaba que las hembras se movilizaran libremente, y las agredía”, cuenta Paula Andrea.

Entonces la opción fue regresarlo a su refugio, en el que tiene paz, alimento y donde jamás un humano ingresará a agredirlo, a intentar cazarlo para vender su piel o a llevarlo a hacer maromas en un circo.

“Vamos a dejar que las hembras se afiancen en la jaula unos días más y volveremos a intentar ingresarlo para que vivan todos juntos en su hábitat”, repite Paula Andrea.

Aunque el escenario ideal de un animal de estos sería la selva, ya el retorno es imposible. Y ante la fatalidad de que un día los sacaron de su hábitat para llevarlos al encierro, queda la opción de que en zooparques como este puedan llevar una vida tranquila, con espacio para caminar, correr un poco, hundirse serenos bajo el agua y lejos del peligro que representan los humanos.

Ni a ellas ni a las mallas que encierran el territorio de los otros animales se acercan humanos. Solo desde un tren turístico, a varios metros, pueden observarse. No hay interacción posible y así les garantizan la tranquilidad que buscó la Ley 1638 de 2013, que obligó a sacarlos de los circos.

Un logro y una paradoja

Para Álvaro Múnera Builes, líder de la bancada animalista del Concejo de Medellín, ningún circo podrá burlar la norma de no tener animales.

Argumenta que a cada municipio que llegan deben obtener un permiso, “y ningún alcalde va a incumplir una ley exponiéndose a que le abran investigación por prevaricato”.

Sin embargo, afirma no entender cómo el Congreso prohíbe los animales en circos pero pasa de agache con la prohibición de las corridas de toros, en las que al animal se le infligen más sufrimientos.

“En ambos casos el animal está sometido al sufrimiento y al estrés, pero es más intenso en las corridas y las corralejas y aún no cumplen una sentencia de la Corte Constitucional que les pidió legislar para reducir al mínimo el sufrimiento de los animales”, recalca.

Marcela Díaz, directora de la Fundación Orca, que defiende los animales, asegura que “los animalistas hemos esperado este grandioso momento dos años, porque fue una gabela que brindó la legislación”.

Añade que la norma acabó con la esclavización animal, pero aún así el 8 de febrero los animalistas marcharán para buscar que la Ley 84, de protección animal, endurezca las penas por el maltrato y que se terminen las corridas de toros.

Por ahora, las que antes eran tres tristes tigresas enjauladas en un circo, disfrutan la felicidad que da la libertad, que aunque no es inmensa en territorio, les permite gozar el sol, la luz, un lago, pisar la piel de la tierra, tener la serenidad de no ser tocadas por su peor depredador: el hombre...

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especies diferentes de animales habitan en el zooparque Los Caimanes.

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