El proyecto Florida, de Sean Baker

Basura púrpura y rosa

Oswaldo Osorio

florida

El “sueño americano” y su recompensa, la “forma de vida americana”, es solo un suntuoso ideal del que está excluido un considerable sector de la población estadounidense. Los protagonistas de esta película hacen parte de esta exclusión, familias incompletas que tienen viviendas que ni alcanzan a ser casas, solo las habitaciones de un colorido motel en Orlando, no muy lejos de la tierra de ensueño de Disney, con ese castillo de cuento de hadas que representa todo lo feliz y lo fantástico.

Pero esta historia no tiene nada de fantástico, pues resulta una desconcertante descarga de realidad que ronda los límites de la marginalidad. En ella, una joven mujer y su hija lidian con la precariedad económica y las malas relaciones interpersonales que tienen con todos a causa de su errático e insolente comportamiento. La madre, intermitentemente, traspasa la línea de lo legal y, la hija, es una pequeña máquina de travesuras, insultos y actitudes irrespetuosas.

El aspecto diferencial que la separa de otras tantas películas miserabilistas sobre “basura blanca” es el punto de vista, que casi siempre está planteado desde la niña. Ya sea sola o con sus amigos. Su cotidianidad casi permanentemente está frente a la cámara, por eso aquel mundo de adversidad y precariedad tiende a parecer un juego, el cual continúa aun con la participación de su madre, quien solo es una niña grande descarriada.

Pero ese juego no alcanza a verse del todo plácido, pues si bien puede parecer divertido y regocijante por momentos, resulta también incómodo y aprensivo, tanto por las díscolas rutas y actividades de estos niños, como cuando, y sobre todo, madre e hija y su supervivencia se vuelven el centro del relato. Hasta que ese juego permanente e irresponsable, esa impostada alegría, es arrebatada por las consecuencias de las decisiones de la madre. Allí el sueño americano se antoja tan lejano como el mundo de fantasía de Disney.

Otro elemento que marca la diferencia en una historia, que pudo caer fácilmente en una colorida y soleada porno-miseria, es la presencia del gerente del motel. Un ecuánime y encantador personaje, interpretado por un insólito Willem Dafoe, que le hace contrapeso a ese falso y tal vez fastidioso mundo de alegría e irreverencia de madre e hija, pero que, al mismo tiempo, les otorga el apoyo y calidez filial que está ausente en las vida de ellas. Y así como él, contrastando casi irónicamente el camino al desastre hacia el que se dirigen las dos protagonistas, está como telón de fondo un paisaje urbano de color, sol y grandes avisos, más propios de un parque recreativo que de una ciudad.

Se trata, pues, de una película que embosca al espectador, pero no de mala manera, sino poniendo en evidencia, a la larga, esa contradicción que hay entre la vivaz y bulliciosa actitud ante la vida de unos personajes, así como el entorno en donde viven, con su carácter de marginales y el negado futuro que realmente los define. Por eso es una historia que despierta diversas emociones, una película inesperada, dura y descorazonadora.

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