Barbara, de Christian Petzold

Una mujer, una idea libertaria

Por: Oswaldo Osorio


La libertad es una afortunada condición que sistemáticamente la gente, sobre todo de nuestro tiempo, desestima en función de su aborregado sometimiento a la sociedad y su afán de productividad. En este siglo XXI que ya está despegando, una considerable porción de la población mundial tiene libertad de movilizarse, elegir en qué quiere creer y ser dueños de sus acciones cotidianas y vitales. Solo cuando les quitan esa libertad es cuando recuerdan que la tienen. Y si no se las quitan, para eso –entre otras cosas– están películas como esta, para tener presente que hubo (y hay) oscuros tiempos y lugares cuando y donde se imponían límites para vivir y para pensar.

Barbara (Christian Petzold, 2012) es una de esas películas. Corre el año de 1980 y en la República Democrática Alemana existen esas limitaciones, el ahora discontinuo muro de Berlín sigue ahí, como una cicatriz, para dar testimonio de la existencia de ese Estado restrictivo y represivo. Y es en este escenario donde “se mueve” la protagonista que se llama como la película. Aunque se mueve condicionada por las mencionadas limitaciones, sobre todo porque es un elemento sospechoso para el régimen, lo cual implica que sus límites son aún más estrechos y la opresión que padece es todavía más intensa.

Lo que hace un Estado como este es castigar y vigilar. En ese orden para el caso de Barbara, o al menos en el argumento de la película, pues primero fue encarcelada y luego desterrada al hospital de un pueblo remoto donde deberá ejercer su profesión de médica, para después ser sometida a una asfixiante y humillante vigilancia por parte de la Stasi local (policía secreta). De entrada ya aquí están planteados dos de los conflictos que debe enfrentar esta mujer. Porque ser desterrada y vigilada solo son la base de sus problemas, pues en aquel pueblito el más mínimo detalle puede significar dificultades: encariñarse con una paciente, la relación con sus colegas, fumar cigarrillos occidentales, en fin.

Personaje gélido e intenso

A esta situación y sus dificultades Barbara responde con amargura y resentimiento. Y esto es uno de los aspectos más acertados y atractivos de la película, la forma minimalista y puntual como es construido el personaje, e igualmente como fue interpretado por una gélida –y cuando era del caso intensa– Nina Hoss, la musa de Christian Petzold, para quien la actriz ya ha trabajado en cinco de sus películas.

Con su boca casi siempre cerrada y sus ojos casi siempre bien abiertos, Barbara sobrelleva su vida en este nuevo medio aparentemente amable y apacible, pero nunca se confía, mantiene la distancia y sus movimientos son definidos por la cautela. Esta actitud y su hermetismo no solo conllevan a que sus nuevos compañeros la miren con recelo y algo de resquemor (es bella, de Berlin, con problemas con el régimen), sino que también contribuyen a la construcción narrativa y dramática de la película, porque le otorgan al relato un inquietante tono de tensión, así como una constante expectativa ante la posibilidad de que, paulatinamente, se vaya develando el oculto pasado de esta mujer y su verdadera personalidad.

Pero no hay nada más eficaz que la gente para cambiar a la gente, y la hermética Barbara muestra nuevas facetas de su tosco carácter cuando está frente a dos personas: André, el cálido y apuesto colega del hospital, y Stella, una joven considerada delincuente por las autoridades y conminada en un campo de trabajo. Stella podría ser ella misma veinte años atrás, tal vez por eso la simpatía y sentido de protección hacia la muchacha. A la postre, serán estas dos personas las que definan el futuro de Barbara. De igual forma, su relación con cada uno de ellos se podría ver como los pilares, afectivos y humanistas, que propone de fondo este filme como las bases de la resistencia ante la arbitrariedad y opresión del sistema. Los regímenes pasan y las personas quedan, se podría parafrasear el refrán popular.

La cárcel del miedo

Barbara y la gente de ese lugar donde se encuentra viven en una suerte de universo lánguido, de atmósfera soporífera, una cárcel sin muros ni alambradas (al menos no apostados cerca) producto tanto del letargo de la provincia como del miedo que se respira en el ambiente, un miedo infundado por ese estado vigilante y castigador, donde el intento de suicidio de un muchacho por una pena de amor debe ser reportado a las autoridades, pues asuntos como la moral y la libre determinación son sometidos a la inquisición del régimen. El miedo es tanto del suicida frustrado como del que se ve obligado a denunciarlo, aunque no quiera, aunque humanamente entienda y se compadezca de las razones del suicida, pero en ese mundo el humanismo no puede estar  sobre la inquisitorial ley.

Viendo el retrato que propone esta película sobre la situación de la República Democrática Alemana, y que se hace extensiva a todos los países de la Cortina de Hierro durante la vigencia de los regímenes socialistas, parece absurdo que esto haya ocurrido hasta hace apenas poco más de veinte años. Es como una distopía, pero en el pasado. No obstante, al levantar la cabeza de esa parte del mapa y del calendario, se puede constatar con impotencia que más que absurdo resulta insólito el hecho de que todavía esta situación se presente en muchos países del mundo.

Ante tanta histórica opresión y adversidad, Christian Petzold plantea un relato austero y potente, esto lo hace por medio de un personaje con las mismas características, pero además misterioso y sugestivo, un personaje que con las cuatro personas con las que se relaciona (su prohibido novio de occidente, Stella, André y el oficial de la Stasi) traza distintas y significativas subtramas, las cuales contribuyen a dimensionar tanto lo arbitrario y oneroso de ese universo como la resistencia moral, civil y emocional que proponen la historia y algunos personajes, en especial la protagonista, que en esta película no solo es una mujer, sino también una idea libertaria, una declaración de principios y un testimonio contra los estados represivos.

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