Edificio Royal, de Iván Wild

Habitantes desvencijados

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano anda en una saludable etapa de búsquedas y exploraciones, o al menos de ensayar narrativas y formatos que si bien han sido recurrentes en el cine mundial, son inéditos en la producción nacional. Esta película de Iván Wild cabe en tal descripción, porque se aventura a proponer una historia coral, con un espacio que se convierte en un personaje más y un tono en el relato que resulta difícil, para bien y para mal, de definir con un solo rótulo.

El edificio venido a menos es el mencionado personaje y también el espacio que determina al tipo de personajes que lo habitan y la atmósfera que caracteriza el relato. Su lustroso pasado, contrastado con el desvencijamiento actual, impone un drama que empieza en sus descoloridas paredes y el malfuncionamiento de sus servicios y estructuras, pero que tiene continuidad en las personas que también resienten el paso del tiempo, ya sea por el deterioro del cuerpo, el desvanecimiento de la memoria o la cercanía de la muerte.

Esta conexión entre entorno material y las vicisitudes y estados de ánimo de la gente es el alma de la historia, algo que es expresado con eficacia desde la puesta en escena y que dota de un distinto interés e intensidad a cada personaje y su respectiva historia: a la dueña que con dificultad trata de guardar las apariencias (las suyas y de su inmueble), al frustrado embalsamador y su soñadora esposa, a la pareja de ancianos que luchan contra el olvido y al conserje que carga con el peso de todo ese deterioro, tanto de las paredes como de las personas.

En la naturaleza y los hábitos de estos personajes es posible encontrar desde lo cotidiano hasta lo insólito o extravagante, y es en estas últimas características en lo que el director (y su co-gionista, Carlos Franco) se apuntalan para construir las cinco tramas individuales –que apenas ligeramente se rozan- y con lo que pretenden crear un tono de comedia (ya negra o absurda) que solo consiguen con fortuna de forma parcial. Porque si esto es una comedia, que es como lo han promocionado, se trata de un humor que apela más al patetismo que al ingenio de las situaciones cómicas, las cuales tienden a ser más bien predecibles y obvias.

Es cierto que la cinta en este sentido tiene algunos momentos simpáticos y con chispa, pero su fuerte no es exactamente su supuesto humor, sino más bien esa atmosfera enrarecida que consigue definir la fotografía y la dirección de arte para ese espacio de existencia agónica, así como con el correspondiente talante de sus moradores, con todas sus expectativas y frustraciones.

Es a partir de esta lógica que se podría entender la alusión que se hace con esta película al llamado Gótico tropical, esa especie de género cinematográfico acuñado por el Grupo de Cali a partir de los años setenta –el único género propiamente colombiano- y que aquí se puede ajustar a ese contraste entre el ambiente adverso que exhala todo el edificio y cierto aire festivo de algunas escenas y personajes, así como los ánimos encendidos y expectativa por la final de fútbol que se anuncia ese domingo.

De manera que lo que llama la atención de esta película no es tanto lo cómico, sino todo lo contrario, ese ambiente opaco y de espíritus vencidos en medio de ese lugar caduco, como una distopía en el presente. Porque las dos cosas mezcladas, lo cómico y lo oscuro, no parece encajar muy bien aquí. Y es ese tono del relato, con sus componentes disociados, lo que menos convence de una propuesta a la que, sin duda, se le debe reconocer su preocupación por hacer un cine inteligente, estimulante y que trasciende lo evidente.

Pescador, de Sebastían Cordero

De un hombre simple a un nuevo hombre

Por: Oswaldo Osorio


Hay muchas películas sobre personas ordinarias a las que les pasa algo extraordinario, muchas películas de carretera, muchas sobre narcotráfico y más aún sobre hombres que pierden la inocencia, quieren liberarse y reinventarse. Esta cinta es sobre todo eso, y aún así, es diferente a todas las de estos tipos, porque se trata de una película deliciosamente sencilla, divertida, con una naturalidad hipnótica y una sutil fuerza en su protagonista que lo convierte en un personaje inolvidable.

En esta co-producción colombo ecuatoriana el director Sebastían Cordero de nuevo convence con su buen pulso para encontrar el tono apropiado para la historia que está contando. Porque eso es lo único que tiene en común su cine, pues sus películas son tan heterogéneas que sorprende lo bien que se mueve en distintos rangos, desde el realismo marginal de Ratas, ratones y rateros (1999), pasando por el cine de gran presupuesto de Crónicas (2004), hasta el intimismo y la economía de recursos de Rabia (2009).

Basada en una crónica de Juan Fernando Andrade llamada Confesiones de un Pescador de Coca, la película tiene como punto de partida un hecho ocurrido en un pueblo pesquero ecuatoriano, donde sus habitantes se hicieron a un cargamento de coca que naufragó. Cada quien tomó lo que encontró y luego se lo vendió a los mismos narcos, salvo un hombre, Blanquito, el protagonista de esta historia.

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Apatía, una película de carretera, de Arturo Ortegón

Al final todo cae

Por: Oswaldo Osorio

Lo ideal en toda película de carretera es que esos personajes que comenzaron el viaje sean distintos a los que lo terminaron, es decir, transformados sicológica o emocionalmente, con una visión diferente de la vida por todo lo que les ocurrió o por las personas que conocieron en el viaje. Esta película, que desde el título no quiere dejar duda del tipo de relato que es, en esencia desatiende esta característica que define a este género, la del viaje transformador. Y es que a su regreso, los tres protagonistas, más que transformados, parecen apenas decepcionados y con el ánimo bajo por no haber podido lograr sus objetivos inmediatos.

Es cierto también que las películas de carretera están motivadas porque sus protagonistas buscan y/o huyen de algo. En esta historia la búsqueda va por vía del reencuentro del amor que Lucas tiene como propósito, mientras que la huída corre por cuenta de Julián, su amigo escritor, quien aunque no viaja, quiere escapar del caos y la brutalidad del mundo que lo rodea.

Estos dos personajes y sus propósitos son los que marcan el ritmo y la lógica de la historia, pues el relato propone el contrapunto entre el viaje de Lucas y los dos personajes estacionarios, principalmente el escritor y, en menor medida, la mujer buscada. De esta manera, la película consigue una permanente dinámica en la que siempre están pasando cosas (cuando se trata del viaje) o siempre nos está diciendo algo (sobre todo cuando habla el escritor). Naturalmente hay una lógica conexión entre ambas partes, una visión nada optimista de la vida y del país, donde todo está mal o en decadencia, donde todo cae (hasta los ángeles), más aún en la conflictiva realidad de Colombia o también caen las expectativas de un hombre enamorado o de un escritor desencantado.

Pero a pesar de los prometedores elementos con que está planteada esta historia, la película en cierta forma también cae. Que sus personajes no se transformen luego del viaje, ya es un indicio de ello, pero también lo es la presencia de algunos recursos que se antojan repetidos o infortunados. El más visible es el personaje del escritor, quien bien podría verse como el que hace las veces de coro griego que comenta la acción, es decir, el viaje de su amigo, consiguiendo así el mencionado contrapunto.

Aunque, por otra parte, podría verse también como un recurso harto recurrente en incontables filmes, como en la película En coma (Juan David Restrepo, Henry Rivero, 2010), por solo mencionar el más reciente referente y la más parecida en la forma en que se presenta. Pero tal vez lo menos afortunado de este recurso del escritor es que toda esa visualidad y cinética que puede tener una película de carretera, es descompensada con el lastre de un soliloquio que tiene más vena literaria que cinematográfica.

De otro lado, resulta también muy poco convincente la naturaleza de las adversidades que viven los tres jóvenes durante su viaje. Parece como si el relato quisiera usarlos como excusa para dar cuenta del caos y el conflicto que atraviesa el país, en especial lo relacionado con bandas criminales y guerrilla. Pero su encuentro con quien parece inspirado en el zar de las esmeraldas, Víctor Carranza, y luego con los guerrilleros, se antoja forzado frente al tono que traía el relato y al planteamiento general de la historia. Inevitable recordar la forma como Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) introdujo el contexto conflictivo mexicano sin que este interviniera bruscamente en el conflicto particular de sus viajeros.

Y como estos dos grandes recursos -el personaje del escritor y el conflicto del país- que son introducidos en el guion con cierta artificialidad, así mismo ocurre con otros detalles, como un improbable amor que florece mientras toman un desayuno de paso, una puta de carretera que entiende inglés o una carta puesta en un lugar imposible que luego llega a su destinatario. En otras palabras, en muchos de sus pasajes no es la historia la que parece desarrollarse con su propia lógica, sino unos guionistas que pusieron cosas en ella para que así quedara.

De otro lado, la película cuenta con una factura de nivel y una concepción visual muy atractiva. En cierta medida es una cinta efectista, pero esto no necesariamente es un defecto, al contrario, en buena medida es su marca y funciona de manera expresiva para la naturaleza de los personajes y el dinamismo del relato. Además, es un filme que consigue crear un amplio rango de atmósferas (con las actuaciones, el arte y el manejo de la luz) que le otorgan la verosimilitud que a la trama a veces le hace falta.

Es por eso que, en definitiva, se trata de una película que puede ser estimulante y cautivadora en ciertos aspectos, como el tono de la historia, el ritmo narrativo, la concepción visual o el simbolismo en los detalles, pero que en otros parece artificial y con soluciones desafortunadas.

Lo azul del cielo, de Juan Alfredo Uribe

Un perdedor busca el amor

Por: Oswaldo Osorio

El amor y la muerte siguen siendo dos de las grandes narrativas del cine nacional, aunque suele imponerse la ciega violencia sobre el elusivo amor. Esto parece más recurrente con películas de Medellín o Cali, como esta, donde se desarrolla una trama con ese doble componente teniendo como escenario la capital antioqueña, una trama tejida con altibajos que no permite, para bien o para mal, hacer juicios extremos sobre el filme.

Su historia está planteada en dos actos bien diferenciados. En el primero, vemos a Camilo, un joven bueno para nada que termina enredado con traquetos y cuidando a un secuestrado; mientras en el segundo, se desarrolla una historia de amor que tal vez le salve la vida este perdedor. Además, en el primer momento, tenemos una situación más o menos típica de marginalidad y falta de oportunidades, muy frecuente en las dos mencionadas ciudades; y en el otro, un leitmotiv del cine nacional, el “colombian dream”, esto es, el dinero fácil, por medio del cual el protagonista quiere volverse normal con su riqueza repentina y obtener a la chica.

Dicho así suena un tanto esquemático, incluso poco original (solo bastaría mencionar, entre otras, la película En coma para identificar los mismos elementos), y hasta cierto punto lo es, aunque hay que recordar que la diferencia la hace es la forma en que se cuenta la historia. Esta cinta trata de hacer la diferencia, en especial con su desarrollo en dos actos, lo cual en cierta medida funciona, aunque el brusco cambio de tono narrativo entre el primero y el segundo acto termina siendo contraproducente.

El problema es que uno espera pacientemente a que se desarrolle el primer acto, porque supone que es la preparación para el intenso drama que será el segundo, pero en este último el relato tiene un bajón que termina decepcionando. De hecho, la primera parte resulta mucho más sólida e interesante con la construcción del personaje central y una cierta atmósfera de tensión y zozobra que crea en torno a su destino, mientras que la segunda, se anega en una sosa y predecible historia de amor.

No obstante, su protagonista es un personaje que seduce y repele al mismo tiempo, porque parece a la vez un hombre bien intencionado que es víctima de las circunstancias, pero también un pelele que no se decide a nada, sin pasión ni intensidad, que termina escogiendo el camino fácil. Por eso, resulta difícil saber si se trata de una contradicción que dimensiona al personaje o un tratamiento ambiguo de éste, donde no hay reflexión social en el caso de que se trate de un asunto de falta de oportunidades, ni tampoco una mejor exposición de sus motivaciones, en cuanto a su construcción como personaje.

Independientemente de que sea lo uno o lo otro, hay que destacar que el actor Aldemar Correa alcanza a sostener un relato que está materializado con buen nivel y profesionalismo en el aspecto técnico y visual (aunque también es un problema las grandes coincidencias con su personaje de Paraíso travel). Sin embargo, asuntos esenciales como la solidez de la historia o la naturalidad en los diálogos, no terminan por convencer y dejan dudas sobre el resultado global del filme, sin tratarse tampoco de una propuesta del todo desafortunada.

Sin palabras, de Ana Sofía Osorio y Diego Fernando Bustamante

Solo con gestos, señas y dibujos

Por: Oswaldo Osorio


Las historias sencillas no son muy habituales en el cine colombiano, sino que ésta es una cinematografía que si bien está poblada por personajes ordinarios, suele sucederles cosas extraordinarias, la guerra, por ejemplo, que por más común que sea para este país, es necesario negarse a aceptarla como algo normal. Y cuando no pasan cosas extraordinarias, es que pasan muchas cosas, pues los guiones están llenos de acciones y giros, así como los personajes cargados de drama o de singulares personalidades.

Con esta película ocurre lo contrario, su historia es de una simpleza que solo da lugar a concentrarse en lo esencial, esto es, la relación entre dos personas y los nuevos sentimientos que surgen del mutuo contacto o los viejos que despierta la presencia del otro. Raúl trabaja en una ferretería y Lian llegó como “carga” de China y se quedó varada en la fría Bogotá camino al sueño americano.

Estos dos personajes tienen en común que están físicamente en el mismo lugar peros sus expectativas se encuentran en otra parte. Para Lian se encuentran en Estados Unidos, donde será “Happy” vestida sofisticadamente y llamando por celular con los rascacielos de fondo; mientras Raúl tiene la cabeza en Alemania, donde se encuentra su ex novia viviendo con quién sabe quién. Pero es justamente el encuentro con el otro lo que los confronta, al tiempo que se empieza a esbozar una tierna historia de amor.

El título de la película ya sugiere lo que será la obligada dinámica de esta relación. La comunicación se hace con gestos, señas y dibujos. Con eso es suficiente para transmitir, con torpeza pero finalmente con claridad, unos imperativos emocionales y de supervivencia. A Raúl lo alcanzamos a conocer más y por eso su conflicto es más complejo, un conflicto que no se limita a la pérdida de su novia, sino que esto solo pone de manifiesto sus dudas vocacionales y existenciales.

Al final ambos tendrán que tomar decisiones definitivas para el rumbo que deben seguir sus vidas. En principio, piensan esas vidas por separado, pero sin duda esas decisiones fueron determinadas por el contacto con el otro y por esa jornada que vivieron juntos y en la que se inspiraron mutuamente. Si bien ya eran unos personajes optimistas y bienintencionados, la relación con el otro les reforzó esa actitud frente al mundo.

Se trata, pues, de una historia sencilla y emotiva, donde no se tratan los grandes temas que suelen poblar el cine nacional, pero que plantea unas ideas que tienen importancia y validez universales. Es una historia que en toda su sencillez depende en buena medida del completo y convincente trabajo que hace el actor Javier Ortiz, de quien depende casi toda la fuerza dramática y comunicativa de una cinta en la que se habla poco pero se puede entender mucho.

La playa D.C, de Juan Andrés Arango

La marginalidad del desterrado

Por: Oswaldo Osorio


El destierro es una palabra con distintos significados. Es verse obligado a salir del lugar de origen, o lo que en colombiano llaman desplazamiento forzoso, y también es ese lugar ajeno, generalmente hostil con el advenedizo, donde recala el desterrado. Esta película da cuenta de esos dos significados, de forma sutil y sugerida en el primer caso, y con mayor fuerza visual y dramática en el segundo.

Es por eso que, más que una película sobre el desplazamiento, es sobre las consecuencias de este. El joven Tomás y su familia pasaron de su tranquila vida en la cálida Buenaventura a un estado de zozobra, incertidumbre y marginalidad en el frío de Bogotá. Esta ciudad los acoge de mala gana, los proscribe a vivir en sus cerros y a recoger las migajas que puedan para ganarse la vida. Están en esa ciudad pero en realidad no es suya, así que tienen que construirse la propia.

La Bogotá que construyen es una ciudad inédita en el cine colombiano. No es la de las grandes avenidas, la ciudad pudiente –y excluyente- del norte o la de Monserrate en el fondo. Es una Bogotá poblada por gente que no es de Bogotá, gente de piel oscura y que ha colonizado unos sectores donde más o menos se sienten cómodos entre sí. Pero también, en el aspecto visual, es una Bogotá más fría que de costumbre, esto gracias a una decisión desde la fotografía que enfatiza la adversidad de esta atmósfera para aquella comunidad acostumbrada al golpe del sol y al olor a mar.

El relato se centra en Tomás y sus dos hermanos, el menor metido en las drogas y el mayor siempre queriéndose ir de allí, para el norte, de polizón. Los tres viven la marginalidad a su manera, pero los hermanos de Tomás ya están perdidos para esta tierra, mientras que él aún tiene esperanza, aún cree que puede hacer de esa grises y frías calles su hogar. Por eso, en esencia, termina siendo una historia sobre los que se quedan y quieren construir un futuro, sin sucumbir a las acechanzas de ese ambiente hostil: la droga, la delincuencia, la muerte o un nuevo destierro.

La gran virtud de esta película es que habla de dos de los grandes temas del país, la marginalidad como consecuencia del desplazamiento y la violencia  que lo ocasionó, pero hace la diferencia por la manera como los aborda. La violencia es solo sugerida, aunque su recuerdo y secuelas son omnipresentes, mientras que con la marginalidad logra una cercanía y espontaneidad (llevadas de la mano de un buen manejo de los actores naturales) que se revela como una mirada honesta y sensible, cualidades claves para no caer en la pornomiseria o la conmiseración.

Con un relato naturalista y sencillo, que sigue de cerca la cotidianidad de un joven que enfrenta la marginalidad del desterrado, pero con un tratamiento visual estilizado, esta película habla de los grandes temas del país y del cine colombiano, pero lo hace de forma sutil y sugerente, por lo que esos personajes y su realidad se nos presentan de una manera más cercana y elocuente.

El cartel de los sapos, de Carlos Moreno

Un enamorado metido a traqueto

Por: Oswaldo Osorio


Uno de los factores que le ha hecho mucho daño al cine colombiano de los últimos años es que gran parte del público unifica, en relación con las temáticas del narcotráfico, los productos televisivos y cinematográficos. Se habla de un hartazgo por la saturación de este tipo de contenidos, pero eso es algo aplicable solo a la televisión de los últimos cinco años.

El cine, por su parte, no ha contado tantas historias de narcos como parece o como muchos creen. No lo ha hecho ni en términos de proporción, en relación con el centenar de películas producidas en la última década, y tampoco lo ha hecho como el peso y la importancia del tema lo exigiría, según la premisa del cine como reflejo de la realidad.

Así mismo, la diferencia entre uno y otro medio es que el cine tiende a ser más riguroso y reflexivo con el tratamiento de estos temas, mientras que en la televisión el contenido está más regido por el discurso del entretenimiento y el espectáculo, lo cual se traduce en una mayor superficialidad en el tratamiento, personajes más estereotipados y una puesta en escena que recrea ese mundo de manera más sintética, artificial y hasta glamurizada.

Con la adaptación a la pantalla grande de la serie El cartel de los sapos (a su vez basada en la novela de Andrés López López, alias “Florecita”), esas diferencias se hacen más borrosas y la confusión entre uno y otro medio se acrecentará aún más, manteniéndose así el prejuicio ante este tema en el cine nacional, un tema que suele asociarse con violencia, sicariato y marginalidad.

Aunque independientemente de esas probables confusiones, con esta película estamos ante una muestra de cine, más que de televisión (parece una obviedad, pero esto no sucedió con Sin tetas no hay paraíso, por ejemplo). Y lo cinematográfico se evidencia tanto en los valores de producción como en la concepción del relato en términos de fotografía y puesta en escena, que no tanto en lo reflexivo y profundo para con el tema.

En el primer caso, en los valores de producción, se puede ver una de las producciones más costosas y de mejor factura que se haya hecho en el país. Y en el segundo caso, la presencia del director Carlos Moreno (Perro come perro, Todos tus muertos) tras la cámara le otorga al relato fuerza visual y verosimilitud a ese mundo que recrea, todo empaquetado en con un atractivo acabado de un thriller de acción. En otras palabras, sin duda es una película con la dimensión y el lenguaje propios del cine.

Por otra parte, este relato no pierde de vista nunca su motivación y lo que funciona como hilo conductor para adentrarnos al mundo de la mafia, el cual en últimas termina siendo solo el gran conflicto de contexto y lo que mueve la trama, porque esa motivación esencial no es otra que el amor por una mujer y el conflicto interno que tiene el protagonista al querer conciliar su vida con ella y su oficio como traqueto.

De no ser por este conflicto interno, toda la película sería un entretenido pero desapasionado paseo por las situaciones típicas de un gran relato mafioso. Es la historia de “Fresita” y sus desventuras, tanto con el amor de su vida como al interior de la organización delincuencial, lo que logra sostener el vínculo emocional del relato con el espectador.

No obstante, tampoco en este sentido estamos ante una historia muy sólida y reveladora, pues también son evidentes sus artificios y giros forzados (como la improbable presencia de la mujer justo en medio de una fallida operación, de lo que depende todo el conflicto interno), pero en general se trata de un producto que es consecuente con lo que busca, esto es, desprenderse del referente televisivo pero tampoco ahuyentar al gran público, lo cual hace con un admirable nivel de profesionalismo.

¿Por qué dejaron a Nacho?, de Fernando Ayllón

El fondo más abajo del fondo

Por: Íñigo Montoya


Si un sector del público se quejaba de las comedias decembrinas de Dago García, acusándolas de humor populista y televisivo (a veces injustamente), con esta nueva comedia del cine colombiano podrá ver lo que realmente es el humor elemental y burdo, creado además como si se tratara de un programa cómico de domingo por la tarde.

Y es que parte del equipo de esta película precisamente viene del programa Ordóñese de la risa, que apenas era para la desacreditada televisión dominguera, con sus chistes y sketches destemplados. Pero hacer con el mismo espíritu y algunos de los humoristas un largometraje, ya es otro cantar, pues se evidencia la lógica básica de su humor y se descosen sus escenas (planteadas como sketches) al unirlas en una historia de largo aliento.

Con la concepción visual sucede lo mismo. La ubicación de la cámara, la puesta en escena y el montaje no pertenecen a la mirada del cine, que trata de ser más dinámica, expresiva y consciente del espacio fílmico. Aquí vemos el mismo reduccionismo visual de la televisión: cámaras frontales, la acción que se desarrolla como en un set y puro montaje de plano contra plano como el “suicheo” de la televisión.

Quién iba a pensar que uno alguna vez iba a decir que prefería las películas de Dago García (aunque hay que insistir que algunas de ellas realmente están bien hechas), porque después de ver esta cinta, sabemos que todo puede empeorar, como decía Murphy. Y todavía hay un grado más de empeoramiento, que al público le guste y la premie con una buena taquilla.

Personalidad cinematográfica de los que no ven cine colombiano

Por: Daniela López Molina

El perfil cinematográfico de los colombianos es, a grandes rasgos, un perfil que muestra la atracción por las historias de vidas ajenas. Estamos dispuestos a esperar que nos cuenten esas historias y se nos llena de saliva la boca para empezar a opinar y a decir exactamente qué es lo que hay que hacer, pero no estamos dispuestos a pagar por las historias.

Somos violentos, queremos vengar, que se haga una justicia a la violencia más violenta que la misma violencia. Somos sensacionalistas, hacemos de las pequeñas noticias las más largas y entretenidas (pero no por eso buenas) novelas de la televisión. Somos amarillistas, nos encanta mirar la vida ajena, juzgar personajes de la vida real sin reconocernos en ellos, pero tenemos énfasis en el voyerismo.

Realmente nos gustan las historias y nos gustan las historias colombianas, nos gustan las historias cercanas a nosotros. Cuando sabemos que nos van a contar la historia de alguien, de una parte de la vida de alguien, esperamos para saber qué será, nos gusta participar en ellas, adelantarnos a los hechos, opinar mientras suceden y hablar de ellas después de que se completan. Funcionamos con la vida cotidiana y sus historias igual que la ruta que llevamos con cualquier película, desde esperarla a partir de su promoción hasta hablar de ella luego de que terminan.

Pero ¿Por qué escuchar, por qué ver aquello que tememos que nos pase? Los colombianos no quieren historias que los dejen con pesadez mental, algunas son vistas por su promoción como Los colores de la montaña (Carlos César Arbelaez, 2011), una película en la que, a medida que la ves, te está dando miedo, te estás preocupando por saber que realmente estás viviendo eso, que a medida que la ves hay personas cercanas que están viviendo esas situaciones.

Una experiencia totalmente diferente es ver Alien vs Depredador (Paul W.S. Anderson), porque absolutamente nadie tiene cercanía con esa situación agobiante y de horror. No sólo es el miedo de ver películas que se tratan de las fuerzas armadas al margen de la ley. Pocas mujeres colombianas quieren ver películas de abusadores sexuales, pocas personas de la ciudad quieren ver películas sobre delincuencia común, que es la que se gana nuestras quincenas, nuestro salario mínimo. No queremos gastar lo que no nos robaron de nuestro salario mínimo en boletería y confitería para ver películas de los que nos robaron.

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La lectora, de Riccardo Gabrielli

Una trama llena de trama

Por: Íñigo Montoya


Puro cine de consumo y reencauchado, con todo lo que esto significa: estrellas de televisión (preferiblemente en ropa interior), argumento forzado para poder tener historia de amor, humor, acción, intriga, suspenso y giros sorpresivos. Un paquete más bien mal empacado, pero no tanto como para no cautivar al público menos exigente, que es al que va dirigido.

Adaptar una exitosa serie de televisión de hace una década era partir de un terreno asegurado y probado. Mientras que Gabrielli, que está ya bien adiestrado con la habilidad visual y el efectismo de las series televisivas internacionales (Sin retorno, Tiempo Final, Lynch), aplica sus conocimientos al acabado final de una historia cuyo su deshilachado argumento luego es justificado por la improvisación de la contadora de historias, que se puede equivocar en los detalles y puede forzar las soluciones, lo cual es válido, pero el director se aprovecha de esto.

Sin duda es una idea muy atractiva desde su planteamiento, sobre todo por el doble relato que propone, por la doble historia que cuenta en paralelo. Por eso resulta un producto muy comercial que funciona bien con el público, lo cual no es razón para no pasarle la cuenta de tantas concesiones al espectador, salidas fáciles y efectismos (visuales y narrativos) sin los cuales no termina quedando nada en el fondo, solo una trama llena de trama.