Lincoln, de Steven Spielberg

O la idealización de la historia

Por: Oswaldo Osorio


En principio, Steven Spielberg se destacó por ser un gran contador de historias y hacer un cine centrado en el espectáculo y el entretenimiento. Pero después de reventar la taquilla una y otra vez, al parecer tuvo la necesidad de hacer un cine más adulto y, a partir de El color púrpura (1985), se vio obligado a sacar el niño que había dentro de sí, al menos de tanto en cuanto, para realizar filmes con conciencia, ya sea humanista o política. De esta vena “comprometida” salieron películas significativas y de peso como La lista de Schindler (1993), pero también otras simplemente panfletarias como Amistad (1997).

Lincoln precisamente conecta con Amistad, porque esta nueva película no es sobre la vida del personaje histórico más admirado de Estados Unidos, sino sobre su proceder en el momento histórico y específico del debate político y bélico sobre la abolición de la esclavitud en los Estados de la Unión. Con esto el director evidencia su mayor interés en la idea del abolicionismo antes que en la vida y la personalidad mismas de Abraham Lincoln. Para esto último, resultaría más revelador ver El joven Lincoln (1939), la entrañable versión que hace John Ford de este personaje, porque el director de E.T lo esquematizó simplemente como un hombre al parecer sabio en asuntos de política y lleno de anécdotas.

No es gratuito que Spielberg se hubiera inclinado por una idea antes que por el personaje, porque esta mencionada línea humanista -y hasta aleccionadora- cada vez es más frecuente en su cine. El problema es que ese concepto central que desarrolla el argumento, el de la lucha por el abolicionismo basada en el precepto de la igualdad de los hombres, es una idealización histórica de los principios democráticos que tanto cacarean y enorgullecen a los estadounidenses.

La razón de fondo de este debate, que es ignorada por completo por la cinta, es la misma razón de todas las guerras: un asunto económico. Es ingenuo pensar que a finales del siglo XIX esa nación estuviera moralmente dividida de un tajo, donde los del norte eran humanistas abolicionistas y los del sur crueles esclavistas. La cuestión es más simple: el norte industrial necesitaba asalariados y el sur agrario requería de esclavos. Sus economías funcionaban mejor de una y otra manera. Pero ponerlo en estos términos en el debate político, y mucho menos en la construcción dramática de la película, sería cambiar una idea de gran valor emotivo y altruista por el descarnado cinismo propio del capitalismo.

A pesar de este cuestionable punto de vista, se trata de una película de Steven Spielberg, con todo lo que esto representa: una historia bien contada, muchos emotivos momentos e imágenes de gran poder y hasta sobrecogedoras. Especialmente es admirable la forma en que, durante dos horas y media, el relato resulta cada vez más intenso y envolvente, a pesar de tratarse de una intriga política cargada de interminables diálogos y referentes históricos.

Y esto último es importante para el espectador desprevenido, pues no verá una épica película sobre la Guerra Civil estadounidense, ni el efectismo o las conmovedoras historias y personajes a los que este director nos tiene acostumbrados, sino que verá un cuento moral disfrazado de idealismo patriótico legitimado por la mitología histórica.