Ghost in the Shell, de Rupert Sanders

El alma en un armazón

Oswaldo Osorio

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Que la propuesta visual, argumental y ética de esta película sea de tal nivel y elaboración, es solo otra prueba de lo sorprendente que es la versión original, Ghost in the Shell, realizada en anime veintidós años antes por Mamoru Oshii y basada en el manga de Kazunori Itô. Y si bien la experiencia de esta versión de Hollywood con actores sigue siendo estimulante y llena de connotaciones, todo de lo que habla ya es un viejo cuento del cine visto muchísimas veces, de mejor o peor manera, desde Blade Runner (1982).

Es decir, lo que hace más de dos décadas era pura vanguardia en cuanto a las visionarias predicciones de la  tecnología y a los cuestionamientos éticos de su uso, ahora es un mundo posible y un tema recurrente del cine de ciencia ficción. No obstante, justamente uno de las principales aciertos de esta nueva versión es lo apegada que es al anime original, al punto de calcar muchas de las escenas y hasta de conservar cierto estilo de la época, lo cual es más evidente en la arquitectura, los ambientes, los carros y las armas.

Y esto es un acierto porque es conocida la propensión de Hollywood por alterar las historias originales con fines comerciales a partir de cambios que faciliten la comprensión y complacencia del gran público. Hay algunas variaciones y adiciones (como darle dos madres a la Mayor, que si bien le da fuerza a la historia no deja de ser una concesión al sentimentalismo), pero la historia sigue conservando su oscura y compleja visión de un mundo en el que es posible combinar el cuerpo humano con partes cibernéticas para reemplazar las dañadas o solo por hacerle mejoras.

¿Pero que pasa cuándo el “alma” (ghost en inglés) está definida por la consciencia contenida en el cerebro, pero todo el resto del cuerpo es un armazón de circuitos y material sintético? ¿Qué ocurre cuando los labios no sienten un beso o no se puede degustar una cerveza? Es una vuelta de tuerca del dilema ético acerca de la creación de la inteligencia artificial y de la posibilidad de que esta tenga consciencia de su existencia o desarrolle emociones. En este caso hay alma y emociones, pero no un cuerpo que las disfrute, ni tampoco una conexión y equilibrio entre el cuerpo y el espíritu.

A estos cuestionamientos éticos, que repercuten intrínsecamente en la sicología de la protagonista y, con ello, la dimensiona más allá del arma de matar para lo que fue creada, se le suma una trama policiaca y de corrupción que mueve la historia argumentalmente, pero que, además, complementa esos cuestionamientos con una crítica al poder y a la falta de escrúpulos que las corporaciones  de tecnología pueden llegar a tener en un futuro no muy distante, especialmente por su capacidad de producir inteligencia artificial, de poder ser dioses de alguna forma.

Una megalópolis de impetuosos rascacielos, con deslumbrantes imágenes y avisos luminosos (¡Oh, Blade Runner, cuánto te debe el futuro!) donde serpentean estos héroes y sus antagonistas (terroristas, por supuesto) en medio de construcciones desvencijadas, antros y sucios callejones. Un conjunto que visualmente resulta fascinante y cargado de fuerza y estilización estética, un universo de personas con unos pedazos de tecnología incrustados en sus cuerpos que cuestionan la identidad de todos, una vida de máquinas que son personas y de personas que, tal vez, sueñan con ovejas eléctricas.