Martes

Sara Garcés Villa

Licenciatura en Español e Inglés

Universidad Pontificia Bolivariana

Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024

Sara Garcés Lic Español e Inglés_UPB_2024

 

 

 

 

 

En el cielo están pasando de occidente a oriente las constelaciones visibles de febrero; en Barú las páginas de los libros de la única biblioteca se llenan de gotas de aire salado; en Concordia las hojas de café se mueven al ritmo de las nubes densas y en la 70 voy embelesada porque es martes, el día en que veo más relajada la ciudad. Aun así, voy también como si de mis pasos dependiera la vida de mis padres. Hoy es su aniversario 33.

La 70 siempre ha sido un lugar donde el ruido y el sonido cotejan los límites de mis tímpanos. Mis pasos se unifican con los de una niña a la que sus coletas le saltan debido al revoloteo salvaje de las palomas que en su tiempo libre se alimentan del popó humano de los indigentes de la avenida.

Foto: El Colombiano

Motores en aceleración contaminan los bosquejos de la historia que escucho del señor que dibuja caricaturas de las almas extranjeras, visitantes de la Eterna primavera. Así, entre pensamientos del cielo, del mar, del café y las coletas de la niña voy llegando a Estadio. Un mundo lleno de vida que recorre lo no finito del universo.

Dos pasos, dos segundos y un hombre tirándose de los barandales de la estación. Un cuerpo, un mareado, una vida, una muerte, un tren pasando y un humano desbocado entre todos los momentos de su existencia. Un segundo y mi mirada se deconstruye, un suicidio y mis ojos observando a aquel que sería el tercer muerto que han admirado. El momento centrado en lo que era la vida de un extraño, a quien nadie puede nombrar.

Una noche despejada siente el calor del beso de mis padres. Mi mente viajando entre la angustia y la felicidad. Finalmente, algo o nadie buscando la voz del muerto de la estación.

El Pontón

Yenifer Salas Gutiérrez

Licenciatura Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024

 

Yenifer Salas H & LC_USB_2024

 

 

 

 

 

Una ventana con vista a la pared del vecino, una puerta que resuena al ser cerrada, un techo con lunares de Jabón Rey, un nido de palomas en la esquina de la canoa. El cerro pan de azúcar está en la entrada de la casa. A veces me dicen a manera de chiste que solo levantar la mano puedo tocar el cielo. Una vez lo intenté, no sabía que el cielo era tan desigual y precario. Nadie sabe el nombre de la señora de la tienda, ni siquiera yo que la conozco desde pequeña, tal vez el seudónimo de “la mona” tenga más que contar que su nombre verdadero.

Hace un tiempo estaba con unos amigos en el barrio Buenos Aires, el tiempo pasó y con él la última cabina en funcionamiento del Metro Cable. Recuerdo que duré media hora tratando de convencer a varios taxistas de que su taxi sí subía estas lomas. Ese día me cobraron más de la cuenta porque el conductor no pensó que fuera tan lejos.

En la loma principal hay unos muchachos con el letrero de “pare y siga”, ellos invadieron una de las casas de los vecinos y se quedaron a vivir ahí sin que nadie se opusiera. En el paradero de los buses, donde antes estaba el señor del chance, hay un viejito con su carrito de chucherías. Al frente está la carnicería de don Pacho, irónicamente nunca compramos carne ahí porque es más barata fuera del barrio. Al lado está la panadería de doña Doris, recuerdo que mis hermanos y yo teníamos crédito con ella. Mamá cada quincena pasaba por ahí y sin remordimientos pagaba los piononos que nunca se comió. A dos cuadras de la casa está la tienda de don Andrés, desde que tengo memoria, ahí afuera está la maquinita traga monedas. Siempre elegía las mismas frutas porque era las que conocía. Muchas veces volví a casa sin mi moneda de 100, sin embargo, al recordar, considero que fue más lo que gané que lo que perdí. Subiendo una de las tantas lomas queda el supermercado “El Poderoso”, allí los diciembres eran buenos. Adicional al mercado llevábamos a casa una caja de pollo Bucanero, unas galletas Caravana y un vino de manzana. Me atrevo a decir que allí los aguinaldos ya no son tan buenos.

Foto: Camilo Jaramillo

Foto: Camilo Jaramillo

Don Álvaro, el vecino problemático, construyó un condominio en un lotecito. En esas piezas apenas caben los que allí viven. Las tuberías están por fuera, las paredes parecen poder caerse con un suspiro y las columnas son sólo varillas.

Uno de los vecinos que habita en esas chabolas madruga todos los días a vender tinto en la plaza, lleva una canasta en la parte delantera de su bicicleta y, al medio día, se deja ver nuevamente por estos lados. Pone siempre la misma emisora, Radioacktiva, parece saberse todas las canciones. Su ventana queda justo al frente de la puerta de mi casa, al lado de mi habitación. Por aquí no cantan los pájaros, canta el vecino.

Doña Rosario es la que vive más cerca, tiene en su balcón unas matas que cuida con su vida. A veces escuchaba como me espantaba al gato para que no las mordiera. Mamá decía que no debía poner problema, que esa señora es muy grosera y que era más fácil entrar al gato que llevarle la contraria a ella. Hace unos meses su hijo Sebastián volvió a casa. Recuerdo que mis hermanos y yo jugábamos con él cuándo éramos niños. Ahora quién corretea por las escaleras es su hijo. Él también tiene un gato, desde entonces, doña Rosario nos indica muy amablemente que no debemos dejar que el gato coma de esas plantas porque el gatito de su hijo se intoxicó con ellas.

En el medio de todos estos lugares, en la parte superior, se divisa un letrero oxidado que tiene escrito “El Pontón”. Está medio escondido por las ramas de los árboles que lo rodean, las letras ya no son blancas y se sostiene por obra y gracia del espíritu santo. No sé cuál sea la esencia de mi barrio, si son los kioscos que son atendidos por las mismas personas hace años, o si son los vecinos problemáticos que dan el tinte divertido. Quizás sea el canto del vecino despertándome en las mañanas, o la maquinita traga monedas que aún emociona a los transeúntes. Probablemente, la esencia seamos todos, los que me caen bien y los que no, los que cada día se remiten a coger el bus verde de Cootransmallat y la línea M del metro cable. Los que echan pata de ahí p’arriba cuando el taxi los deja más abajo de su destino. Y los que a pesar de haber elegido otros caminos se dan su pasadita de vez en cuando a saludar.

La loma

Alejandra Arboleda

Licenciatura Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024      

María Alejandra Arboleda 1 H & LC_USB_2024

 

 

 

 

Si alguna vez están buscando esta loma y todavía no saben cómo identificarla o cómo llegar, aquí les daré algunos trucos para saber que se encuentran en el camino correcto.

Si usted ve a un niño o niña que acaba de hacer un mandado, y por descuido o daño de la bolsa, ve rodar cuesta abajo lo que pueden ser limones, naranjas, mangos, tomates… y estos solo se detienen porque los vecinos salen corriendo para ayudar a frenar este movimiento, o un carro mal estacionado permite que con sus llantas todos queden juntos,  se encuentra en el lugar correcto.

Si quizá lo anterior no sucede, pero ustedes ya se encuentran caminando por este lugar, entonces no negarán cuando les digo que al subir se siente como si las rodillas estuvieran a punto de alcanzar el cuello. Aunque si ustedes no desean subir caminando, no se preocupen, aquí tenemos varias opciones. Si ustedes se encuentran en el centro y le dicen a un taxista: “señor(a), voy por los lados del Popular Dos”, quedarán sorprendidos, pues pensarán que es diciembre ya que la respuesta de esta persona será: “no, yo por allá no voy”. Sin embargo, tienen otras opciones como Uber, In Driver o Didi; cuando estén subiendo —sí, aquí no “estamos yendo”, aquí “estamos subiendo”—, lo más probable es que los conductores les pregunten por el nombre del barrio, seguido de una afirmación que indica que es para no volver.

Pero si ustedes quieren evitar toda esta molestia, les tengo otra opción. Cuando estén en la estación del metro Acevedo, van a tomar un transporte público situado en esta área de la ciudad, se llaman los “chiveritos”. Son vehículos particulares, quizá no cuenten con los requerimientos legales de protección —no solo hablo del SOAT, hay uno que tiene un orificio gigante en donde deberían estar las piernas de los pasajeros que se encuentran atrás—, pero siempre les harán sentir esa sensación de adrenalina cuando estén subiendo la loma.

Cuando es hora pico y están intentando subirla, suelen retroceder porque la loma es mayor que su fuerza, así que lo más probable es que a ustedes les toque bajarse, o si es un día de suerte, algunos hombres que van caminando suelen ayudar empujando el carro para que este logre vencer la loma. Por cierto, recuerden que el valor de este transporte es de cinco mil quinientos, recuérdenselo al conductor siempre antes de subirse, no vaya a ser que ocurra un mal entendido.

Foto: Camille Reiss

Foto: Camille Reiss

Si nada de todo lo que les acabo de contar les ayuda a identificarla, tengo una fórmula infalible para hallarla: la loma hay que caminarla por la calle, aquí no hay espacio peatonal. En cada esquina suele existir algún puesto de comida o casas que venden cremas, así que no se preocupe, subirla no solo es entretenida, es delicioso. El recorrido suele ser gentil, pues casi todas las personas nos conocemos así que siempre hay saludos y cada paso está ambientado por música de diversos géneros.

Pero hay algo que hace muy especial a esta loma y todavía no se los he dicho: parecemos los dueños de la ciudad. En casi cualquier parte tenemos una vista privilegiada: ¿Y cuánto cuesta? ser capaz de subir la loma.

La estación Acevedo

Diana Milena Mesa Restrepo

Licenciatura Humanidades y Lengua Castellana

Universidad de San Buenaventura

Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024

 

Diana Mesa H & LC_USB_2024

 

 

 

 

Para desplazarme por la ciudad me dirijo a la estación del Metro más cercana: Acevedo. Se requiere de una gran planeación para comenzar el recorrido. La primera regla es no usar faldas cortas, ni en la mañana, ni en la tarde, ni en la  noche. Es necesario hacer uso de una que otra maniobra para esconder el celular y que no se note que llevo un solo audífono en la oreja derecha. Al cruzar la primera calle está el señor de los maracumangos, su nombre es un gran misterio porque siempre se presenta como “el señor de las frutas”. A partir de ahí se siente una energía pesada y es necesario acelerar el paso. El trayecto es sencillo: caminar derecho hasta que se divise el metro cable.

En la esquina están los muchachos que cuidan el barrio conversando con las señoras que barren las calles. Una de ellas es mi amiga, eso creo, porque cada día cruzamos un rápido “buenos días”. El carro de Postobón está siempre en el mismo lugar a la espera de su conductor. Al pasar, la cautela y los nervios se mezclan, nunca se sabe quién pueda estar detrás del vehículo. Pierdo todo ápice de identidad y mi nombre se vuelve invisible cuando es reducido al apodo “la mona”. Camino a paso rápido, cabizbaja, pensando reiteradamente en el consejo de mamá. Píntese ese pelo oscuro, así la identifican más fácil porque por acá nadie tiene el pelo así.

Foto: CENAB Y VENTA DE PROPIEDAD RAÍZ

Foto: CENAB Y VENTA DE PROPIEDAD RAÍZ

La primera cuadra está deshabitada, hay una chatarrería que despide un olor rancio, junto a ella un joven buscando en la basura. En la siguiente, una panadería en la que hay varios abuelos que entran a tomar café luego de la misa de las 7:00 am. El primer atajo se atraviesa cuando se sienten pasos rápidos acompañados de piropos vulgares. Cruzar la calle es la elección correcta y el vaivén inicia cuando los talleres de motos se apoderan deliberadamente de las aceras. Ya hace parte de la rutina caminar en zigzag como método de supervivencia por un tramo de no más de diez minutos.

Saludo al señor de los buñuelos y veo al mismo joven de tez pálida y gorra que se acerca a cobrar la vacuna mientras se come tranquilamente un buñuelo. En ocasiones invita a palito de queso a los policías que dan la ronda por el barrio.

Tres fábricas seguidas tienen a sus trabajadores en la puerta a la espera de la hora en punto para ingresar. La ansiedad llega sin aviso al pasar por ese lugar, pues se arma un gran alboroto. Un corrillo obstaculiza el paso, los comentarios bruscos se fusionan con el apodo que recibí involuntariamente. La melodía alegre que suena en uno de mis oídos se hace cargo de ahogar un poco el ruido. Cuando percibo el aroma de la tienda de pollos, advierto la misma sensación de ahogamiento y la culpabilidad repetitiva se agolpa en mi pecho: es mi culpa por vestirme así.

Las calles están manchadas de negro, creo que se debe a los residuos de las empresas que hay cerca. Los olores se mezclan, el aroma a café se une con el humo de esos carros que transitan por la ciudad de manera ilegal. El metro cable se ve cerca y la tranquilidad inunda mi ser. Cerca del puente están los puestos de empanadas, papas rellenas y arepa con salchichón. La señora que vende arepas de chócolo está partiendo la cuajada, el señor de los confites de menta sonríe y me obsequia uno en tanto dice: “Aproveche que el patrón no está”.

El imponente reloj que indica la hora junto al nombre de la estación es testigo silencioso de todo lo que acontece a su alrededor. El cruce del puente es silencioso. Cruzo el torniquete y bajo las escaleras. Mientras aguardo el metro pienso en que lo único que puedo nombrar es la estación, desconozco los nombres de aquellos que veo diariamente y concluyo que el refrán “entre menos sepa, más vive” es la regla que rige por estos lares.

El señor de la misa

Luna Botero Pérez

Licenciatura en español e inglés

Universidad Pontificia Bolivariana

Equipo de Talleristas Prensa Escuela 2024

 

Luna Botero Lic Español e Inglés_UPB_2024

 

 

 

 

 

Mi hermana y yo vamos todos los domingos a misa de diez a la Iglesia San Ignacio de Loyola, es la que nos queda más cerquita; además, el padre da muy buenas homilías. Uno pensaría que porque queda en el centro nadie va a ese templo, pero siempre está lleno, no al punto de que nos tenemos que quedar paradas, pero sí al punto donde se alcanzan a escuchar las respuestas y las voces de los feligreses por encima de las del coro en las canciones.

Foto: Parroquia San Ignacio de Loyola Medellin - Facebook

Foto: Parroquia San Ignacio de Loyola Medellín – Facebook

Los feligreses de San Ignacio son en su mayoría viejitos: parejas de viejitos, viejitos solos y amigas viejitas. Son todos muy juiciosos, siempre responden y siempre comulgan.  Hay un viejito que podría ser considerado desobediente. Es una persona alta de ojos grandes y oscuros, tiene el bigote y el pelo café, y usa una camisa de manga corta a cuadros de color vino tinto y un pantalón negro. Este señor va, como nosotras, a la misa de diez de San Ignacio todos los domingos, pero llega siempre cuando es el momento de la comunión, se para en la mitad del templo, donde la luz natural que entra por la cúpula del techo cae, y pone sus manos en posición de alabanza. Sus labios se mueven, mas nunca sé lo que dice. Cuando la misa se acaba, camina hacia la salida. En su corta travesía se asegura de darle la mano a todos los que estén sentados en la orilla de las sillas del pasillo principal del templo.

A mí solo me ha tocado darle la mano una vez, pues casi no me siento de ese lado, sin embargo, siempre que voy a misa espero verlo. Hay domingos en los que pienso que deberíamos ser más como él, ver al otro y pensar en él, y hacerlo siempre, no solo cuando es el momento de dar la paz.