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Los que se quedaron y sanaron las heridas

Tres historias cruzadas en el municipio de Granada, víctima de las Farc y los grupos paramilitares.

  • Emilio Gómez y su esposa, Gladys, en el local que edificaron después de los atentados de las Farc. FOTO Julio Cesar Herrera
    Emilio Gómez y su esposa, Gladys, en el local que edificaron después de los atentados de las Farc. FOTO Julio Cesar Herrera
  • Édgar Giraldo Palacio tenía 18 años cuando las Farc se tomaron a la fuerza el municipio de Granada. FOTO JUlio César Herrera
    Édgar Giraldo Palacio tenía 18 años cuando las Farc se tomaron a la fuerza el municipio de Granada. FOTO JUlio César Herrera
  • Héctor Iván Zuluaga Gómez tiene nueve hermanos. Solo él se atrevió a quedarse en la finca que les heredó su padre para seguir cultivando. FOTO JUlio césar herrera
    Héctor Iván Zuluaga Gómez tiene nueve hermanos. Solo él se atrevió a quedarse en la finca que les heredó su padre para seguir cultivando. FOTO JUlio césar herrera
Los que se quedaron y sanaron las heridas
30 de octubre de 2016
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Era el amanecer del 6 de diciembre del año 2000. Édgar Giraldo Palacio reflexionaba en la plazoleta central del municipio de Granada mientras un niño le embolaba los zapatos. Minutos antes, un conocido le había dicho herméticamente que 500 guerrilleros se iban a tomar el pueblo. ¿Huir? ¿Quedarse? ¿Decirle a la familia? ¿Avisar a la Policía? ¿Qué hacer?

Estas preguntas contaminaban la mente de Édgar, quien por ese entonces acababa de terminar sus estudios en el colegio. De él dependían su madre y su hija, de tan solo un año de edad. El niño terminó de embolarle los zapatos. De inmediato le pagó y salió corriendo de la plaza principal hacia su casa, ubicada en la periferia del pueblo. “Tenemos que desalojar”, le dijo a su madre, sin saludar. Ella se opuso porque en el camino hacia Medellín, “las cosas podrían complicarse más por los retenes de la guerrilla”.

A las 11: 20 de la mañana sucedió algo peor de lo que se esperaba. La guerrilla de las Farc detonó un carro bomba con 400 kilos de dinamita. Los frentes 9, 34 y 47 del grupo subversivo se tomaron el pueblo en menos de 18 horas, dejando 28 personas muertas, entre ellas cinco policías.

Hoy, las víctimas del conflicto armado en ese municipio están retratadas en el salón del Nunca Más, ubicado en la Casa de la Cultura. En este lugar también está documentada la incursión del Bloque Metro de las Autodefensas durante el año 2000, época en la que en un solo día asesinaron a 17 civiles.

Según las cifras de la Asociación de Víctimas Unidas de Granada (Asovida), por el conflicto armado fue desplazado el 93 % de la población de la zona rural de Granada y el 73 % del casco urbano. En total, estiman, fueron 1.250 muertos y 263 desaparecidos.

Édgar mira las cifras y no lo puede creer: “Recuerdo que éramos más de 18 mil habitantes y solo quedamos 8 mil después de los atentados. Entre los 10 mil muertos y desaparecidos había amigos míos, primos, conocidos”.

Su caso, él lo dice, es un milagro. No abandonó Granada el día del atentado y así se mantuvo durante los años siguientes: “en los primeros bombardeos mi hermano lloraba mucho. Con mi mamá pusimos música infantil a todo volumen, hasta que se calmara. Los niños de la casa de enfrente me preguntaban qué pasaba afuera; yo les decía que era pólvora y que en los días que venían iban a hacer muchas celebraciones”.

A continuación presentamos la historia de aquellos habitantes que, por voluntad o azar, decidieron quedarse en Granada a pesar de la guerra, los familiares muertos y el olvido del Estado.

EL HOTEL DE GLADYS Y EMILIO SALIÓ DE LOS ESCOMBROS DE LOS ATAQUES

Vitrinas rotas, cristales sobre la mesa empolvada de billar, sillas de madera en el suelo, grietas en las paredes, escombros sobre las mesas. Así encontraban los visitantes el negocio de Emilio Gómez García y su esposa, Gladys María Giraldo García, después del atentado de las Farc en el 2000.

Un edificio de cuatro pisos, decorado, con servicio de hotel. En el primer nivel hay un negocio con computadores, tres neveras, vitrinas llenas de comida, una estufa, freidoras para los buñuelos y golosinas, muchas golosinas. Esta es la “tiendita” de Emilio y Gladys en 2016. Este lote, ubicado cerca del coliseo y a unos metros de la calle principal, es uno de los más codiciados por comerciantes de otros municipios.

¿Cómo lograron pasar de un bar en ruinas a un negocio próspero en medio de tanta violencia? “Una pregunta sobre lo bueno, eso es raro. Para los que nos quedamos hubo oportunidad de comprar algunos lotes más baratos, de buscar socios y sacar el pueblo adelante. De eso no se habla tanto”, responde Emilio desde el mostrador de su tienda.

La incursión de los grupos armados generó temor en la familia de Emilio. Su hija, quien por ese entonces tenía tres años, tuvo que crecer escuchando rumores sobre matanzas, masacres y secuestros.

Esto obligó a la familia a viajar a Medellín durante unos años, ciudad en la que tampoco encontraron tranquilidad. Gladys cuenta que la mayoría de sus amigas se fueron a vivir a Bogotá, Cali, Barranquilla y Medellín. Algunas, dicen, lograron salir adelante a través del comercio.

“Al volver a Granada lo difícil era aceptar que las Farc manejaran a la gente como ellos quisieran. Eso lo marca a uno todo el tiempo”, cuenta Emilio. Un fin de semana regresó al caso urbano del municipio y comenzó a caminar sobre los escombros. En el pueblo se adelantaba la reconstrucción y había casas abandonadas. Una le llamó la atención y por dos millones de pesos se la vendieron.

“Imagínese que a los tres días me dieron tres millones de pesos por esa casita caída. Luego vi unos locales pequeñitos abandonados, eran dos huequitos, ni puertas tenían. Me los vendieron por algo más de dos millones de pesos. Les puse reja y con los años se comenzaron a valorar. Me quedé en el pueblo y después los vendí por 15 millones de pesos”.

Con ese dinero, la pareja pudo comprar un lote que estaba, como los anteriores, llenos de escombros. Raúl de Jesús Quintero, un amigo que había conocido en Medellín, le presentó una propuesta: “Él trabajaba en ‘el Hueco’, y tenía la idea de hacer un hotel en ese lote y que yo se lo administrara. Quedamos en que el primer piso fuera para un negocio, como una tienda”.

Con el paso del tiempo el local fue tomando forma. Después de que se reconstruyeron las casas del casco urbano fueron llegando visitantes; la mayoría de Medellín. En las habitaciones del hotel instalaron televisores, y en el primer piso computadores. Emilio y Gladys se sienten orgullosos. Su único deseo, por ahora, es sostener la tranquilidad: “Nosotros no sabemos qué pasará con la paz. No queremos que vuelva ni la guerrilla ni los paras. Por ahora que nos dejen trabajar, que de eso uno vive”.

EL DÍA DE LA FIRMA DEL ACUERDO FUE UNA FECHA PARA TENER NUEVO HOGAR

Al sur de Granada, cerca al hogar de los jóvenes, se pueden ver cuatro edificios nuevos. Es 26 de septiembre. El presidente Juan Manuel Santos firmará el acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc en Cartagena. Édgar Giraldo Palacio está al frente de esos apartamentos, esperando que la Alcaldía le entregue su casa nueva y que el Gobierno, en la tarde, cumpla con la firma.

A finales de 2007, Édgar, su madre y su hija se postularon para el programa de viviendas gratuitas del Gobierno Nacional. Su hogar había quedado afectado por la violencia de las Farc y los paramilitares. Vivió allí hasta que los grupos armados se marcharon del pueblo, pero repararla costaba demasiado. Como vigilante del colegio de Granada, el sueldo no alcanzaba para una casa nueva.

Es inevitable que en el discurso de Édgar no exista una alusión al pasado violento. En esa casa que está a punto de abandonar tuvo que consolar a su hija, que ya tiene 17 años. “Mientras fue creciendo yo le daba aromáticas para que se quedara dormida antes de los bombardeos. Yo me asomaba por la ventana y veía hasta tres muertos tirados en la calle”.

Con el paso del tiempo, Édgar se dio a conocer como un trabajador honrado frente a los grupos armados. Buscó a toda costa que nunca se llevaran a su hija, que la dejaran estudiar. Cuando la niña regresaba a la casa, su abuela estaba ahí para cuidarla, una escena que hoy Édgar recuerda con nostalgia.

“Mi madre murió el 23 de agosto de este año. No alcanzó a ver la primera casita. Le pedí que me ayudara en el sorteo, que a la niña y a mí nos dieran el apartamento 402, que tiene una vista muy bonita”. Termina de decir estas palabras y mira las llaves que tiene en sus manos. En el metal aparece pegado con cinta el número de su nuevo apartamento: 402.

Antes, cuando estaban bajo el dominio de la guerrilla, muchos de los jóvenes que reclutaban hacían parte de las familias del municipio, por eso se abstenían, en cierta medida, de ejecutar personas de manera colectiva. “En la primera incursión paramilitar que me tocó mataron a 25 personas, entre ellas niños y ancianos. Le disparaban a quien encontraran en el camino”.

Hubo un tiempo, después del 2003, en el que Édgar se cruzaba con guerrilleros y paramilitares todos los días. “A los dos les hablaba de fútbol, trataba de ser lo más neutral posible por recomendación de mi mamá. Ellos me saludaban normal porque me habían visto siempre trabajando. De hecho, me contaron que en la volqueta en la que se recogía la basura del municipio metían cinco o seis muertos todos los días”.

Una de las pocas esperanzas que le trajo a Édgar el proceso de paz con las Farc, fue el avance en la búsqueda de desaparecidos. Hoy esa búsqueda de gente de Granada no termina. Por estos días, la Fiscalía continuará recorriendo los municipios del Oriente antioqueño y haciendo exhumaciones.

Édgar consiguió una filmadora para grabar la fachada de su nuevo apartamento. Sonríe porque decidió quedarse. Porque pese a que presenció asesinatos como el de Jorge Alberto Gómez, quien era el gerente de la reconstrucción de Granada, creyó que el fin de la guerra llegaría algún día.

EL ÚNICO CAMPESINO QUE SIGUIÓ CULTIVANDO

Para llegar a Granada es necesario desviarse de la vía Medellín-Bogotá. Una finca roja, intacta, marca la entrada de la carretera veredal que conduce al casco urbano del municipio. A su alrededor solo se pueden ver escombros, fachadas agrietadas, terrenos desolados.

El hombre que vive en esta finca es el único, según los pobladores vecinos, que continuó cultivando pese a la arremetida de las Farc y de los grupos paramilitares. Su nombre es Héctor Iván Zuluaga Gómez, heredero de las cerca de tres hectáreas que dejó su padre. En todas brotan las semillas de frijol, zanahoria, habichuela y remolacha.

De sus 10 hermanos, Héctor Iván fue el único que se atrevió a vivir en la finca. Entre 1995 y 1996, no lo recuerda bien, vio por primera vez a los guerrilleros. Estaba arrancando una zanahoria cuando escuchó un ruido, como si fueran personas corriendo: “Eran soldados tan raros. Todos peludos, con barba. La verdad me dijeron que me metiera a la casa porque iban a volar el puente. Me dijeron ‘es mejor que se esconda ligero porque ya viene el Ejército a bolear candela’”.

A unos metros de su casa, los grupos armados (no se sabe aún si fueron paramilitares o guerrilleros) asesinaron a su vecino. ¿Huir? Pensó en ese entonces. La convicción de que el trabajo lo defendía a sí mismo como campesino frente a los hombres armados permitió que se quedara en la casa, cultivando y acompañando a su madre. “Cuando la guerrilla llegaba me preguntaban que si había visto algo, un camión o cosas así. Yo decía que no, que me mantenía agachado trabajando. De mis hermanos, siete se fueron para Santuario y se quedaron allá. Afortunadamente a nadie le pasó nada”.

Había momentos en los que temblaba. La última curva que se alcanza a ver desde su casa fue el lugar que escogieron los grupos armados para asesinar cientos de personas: “Yo escuchaba el taque-taque. Cuando me asomaba veía a las personas arrodilladas, con las manos en el cuello antes de que les dispararan. Mi mamá escuchaba los tiros y ahí mismito se ponía rezar”.

Además de las preguntas distantes de los guerrilleros, solo dos veces se le acercaron los paramilitares: “Yo tenía un camión y ellos me dijeron que lo necesitaban. Yo me quedé callado y luego les dije que sin eso yo no podía trabajar. Siguieron y no se lo llevaron. Ellos sabían que yo era un trabajador, todos los días me veían. La segunda vez nos vieron comiendo y nos dijeron ‘ve muchachos, nos hicieron dar hambre’, y fueron y nos compraron gaseosa para que tomáramos con el almuerzo”.

Con el paso del tiempo, Héctor Iván se acostumbró a los disparos, a los combates, a la presencia de los hombres armados con barba. Su molestia ya no tenía que ver con ellos. La cara se le ve huraña cuando habla del Gobierno. “Yo no me considero desplazado ni nada, pero nunca me ayudó ningún Ministerio con algo, a mí me ha tocado solo”.

Mientras veía que la guerra de alguna manera enriquecía a los hombres armados, sus cultivos se iban al suelo: “Vea, hoy un bulto con 90 kilos de zanahoria me toca venderlo por 20.000 pesos. Usted va a un supermercado en Medellín y le cobran hasta 1.500 pesos por un kilo de zanahoria. A mí me lo pagan a 200 pesos. ¿Le parece justo?”.

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