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Fotos Donaldo zuluaga
A un lado del parque principal, donde dos gallinas terminan por repartirse un gusano largo y delgado, picoteado desde hace 10 minutos; y un burro amarrado al atrio de la iglesia come las pocas ramas ocres brotadas entre las escalinatas, Rafael Piedrahíta se seca la última lágrima de un llanto que le empapó la camisa amarillenta. Ha bebido cerveza desde la tres de la tarde, y quizá por eso los recuerdos de una tragedia de hace 18 años los tiene latentes, pero vivos, como una película recién contada.
Hace varios años —tal vez 10— cansado de contar la historia de su pueblo teñido con sangre de sus paisanos, Rafael decidió echarles cerrojo a sus palabras. Solo que hoy el alcohol le ha despertado la memoria. Y llora. Señala las casas desvencijadas de El Aro, las que fueron quemadas en octubre de 1997 por paramilitares, y ahora, son testigos en pie de esa barbarie que nadie olvida.
—Allá está la casita de Marco Aurelio. Ese sí que era un señor. Le gustaba ayudar a la gente y no se metía con nadie. Lo mataron sin piedad, dice Rafael, sobreviviente de una masacre que segó la vida de 15 campesinos, señalados por las autodefensas como auxiliadores de la guerrilla.
—Y allá está la caseta de telefonía. Ahí sí que cometieron bestialidades, agrega.
En cada esquina de este corregimiento de Ituango, las ruinas de las casas quemadas por hombres del bloque Mineros de las Auc, se mantienen impávidas. Los estantes de lo que fue la Inspección de Policía se llenaron de musgos y hojas, y los pocos muros que quedan en pie, resisten caerse.
En la otra esquina está la casa de Marco Aurelio Areiza, tendero al que los paramilitares castraron y sacaron el corazón, y más allá, las casas de otros labriegos que se fueron y no volvieron. Las puertas siguen abiertas, y junto a las tapias han tomado un color naranjado, carcomidas por el paso de los años y la naturaleza implacable que no ha podido derrumbarlas.
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Llegar al corregimiento El Aro, es como llegar al cielo —algunos dicen que al infierno, lejos de todo—. Kilómetros atrás parece haberse terminado el mundo, y a este paraje, donde los cultivos de maíz, arroz, fríjol y caña pintan la montaña de un verde oscuro, y la hoja de coca cambia ese tono a uno más claro, se llega por una travesía que comienza en Puerto Valdivia.
Un “jonsero”, como llaman los campesinos al conductor de una canoa de madera larga, equipada con un motor, desafía, los remolinos del Cauca. Una hora después de esquivar las turbulentas aguas se llega a Organí, un improvisado puerto a orillas del río Cauca donde no hay tal para encallar, solo rocas, árboles.
Entre las piedras está sentado Arley. Él es uno de los pocos campesinos de El Aro, —y de esta región— que no vive del cultivo de la hoja de coca. Su jornada comienza a las 4:00 a.m. Se levanta, se lava la cara y sale camino abajo, de su pueblo al puerto. Tras él, seis mulas siguen el paso lento de este arriero. Por cuatro horas sortean los caminos, entre la oscuridad y el frío. Mete sus manos entre las axilas para calentar sus dedos.
— ¿Qué yo qué hago? Mijo pues servirle a la gente. Si usted no baja acá nadie sube la comidita y no hay sal, o aceite y entonces, me entiende... grave, cuenta el arriero.
Mientras las mulas comen melaza, Arley desayuna arroz con huevo que trajo en una coquita. Toma chocolate de un botellón de gaseosa —traído también por él— y prepara la carga. No da la mano. Tal vez por pena. Le falta el pulgar derecho. Si se le pregunta qué le pasó, no contesta. Se dedica amarrar los bultos de víveres a las “bestias” que llevaran hasta El Aro las remesas, o los encargos, o cartas llegadas desde Medellín. Inicia el camino.
“Machooooo, machoooo”, se escucha en el cañón de la quebrada El Aro. Las mulas siguen la voz de Arley, en una formación lineal. Suben por peñascos y senderos de barro serpenteantes, entre árboles que no dejan entrar un rayo de sol. Miden cada paso. De darlo en falso, terminarían en el fondo del abismo.
En El Aro, la tierra de hombres curtidos por el sol y ajados por el trabajo del campo, todavía se hacen negocios de palabra. Fernando Piedrahíta, un campesino flaco, de anillos de plata en sus dientes y dedicado a la ganadería, cuenta que ha cerrado tratos hasta por 12 millones de pesos empeñando su honor y sin firmar papeles.
—Acá viene la gente y uno les suelta un bulto de arroz, o de maíz. Ellos dicen le pago en un mes, y así es.
Fernando, de sombrero negro y machete al cinto —hijo de Rafael Piedrahíta—, sobreviviente también de la masacre de 1997, cuenta que él mismo ha fiado ganado y ha pagado cumplido. —Es que deber es muy feo—, sentencia.
El Aro es como esos pueblitos de hace años. Aún funciona el correo de las mulas, y los hombres caminan todos, desde niños, con el machete en la cintura, sea para quitar un obstáculo del camino o para hacer valer su hombría.
Pero en este pueblo de pocas casuchas, donde los hombres beben cerveza después de largos jornales en la única cantina que no apaga la música, el olvido estatal se les ha convertido en una peste que les pica en la piel. Las promesas han sido incumplidas una y otra vez, y por eso, sus habitantes no creen en enviados del Gobierno. Cuando llegan —de dos años a este tiempo— sienten escozor, y rechazo.
En una de las calles polvorientas de El Aro vive John Alexánder Palacios. Es el único profesor que ha aguantado por más de 15 años esa peste del olvido. En la noche de la masacre fue sentado en la plaza pública de El Aro y allí amaneció, entre las atrocidades cometidas por los paramilitares y sin dejarse vencer por el sueño, para evitar ver cumplida la sentencia del hombre del camuflado: si se duerme le pego su tiro en la cara.
John Alexander es un chocoano, de 1,87 de estatura y 42 de talla de zapato. Su piel negra parece aceitosa por el sol del mediodía. Pesa 90 kilos. Sentado en su cama, de tendidos raídos, cuestiona como el Gobierno no se ha dignado en invertir en este poblado, golpeado por el dolor y el olvido.
“Hace más de tres meses pedimos unas sillas y apenas llegaron. Los niños no tienen restaurante escolar”, explica el “profe”. Lo que más le indigna es que los muchachos de bachillerato estudian 15 de los 30 días del mes, los otros 15 trabajan, o no hacen nada.
Y aunque el profesor no lo menciona, ni ningún otro habitante de El Aro, los jóvenes de ese corregimiento son presa fácil de las Farc. El frente 18 merodea entre las montañas pintadas del verde claro de la hoja de coca. En El Aro, los chicos son su primera opción.
—Los del monte están. A veces han querido llevarse a los muchachos, pero ellos no quieren más guerra. No quieren saber de armas, dice uno de los habitantes.
A pocas cuadras de la casa del profesor John Alexánder, y sobre un cerrito del que se divisa todo El Aro, vive Reina Dolly Ramírez. Es una mujer menuda, blanca. En caso de una emergencia médica, ella es la única esperanza para las 23 familias del casco urbano.
Reina Dolly es la promotora de salud. Llegó hace un año al corregimiento en el cual esperaron por más de 10 años ver un personal médico.
“No tenemos ni suero antiofídico. Hay pocas gasas. En caso de una emergencia, toca llamar al hospital para que coordinen con el Ejército la evacuación”. Pero a veces la ayuda no llega, por distintas razones, y Reina Dolly tiene que actuar. Así ha atendido dos partos, con las instrucciones del médico al otro lado del teléfono.
Decir que en El Aro los campesinos viven de la ganadería, o de los cultivos de fríjol, caña o maíz, es una verdad a medias. Pero calificarlos de cocaleros netos, es también una exageración. Algunos de los labriegos combinan ambas actividades para sobrellevar los gastos.
Uno de esos campesinos es Fercho*. Él es un joven raspachín que trabaja en las fincas. Su día se reduce a los cocales, su casa y la cantina.
“Esto no es un secreto. Acá muchos de nosotros trabajamos en esos cultivos. No hay nada más que hacer”, explica.
De esos cultivos se beneficia el frente 18 de las Farc, encargados de cobrar el impuesto por la producción.
—Ellos cobran por todo. Por sacar los insumos y por negociar la hoja, dice Fercho.
La siembra de la hoja de coca llegó después de la incursión paramilitar en El Aro. Aquella semana de octubre los 300 paramilitares que llegaron al caserío se robaron 1.200 reses, acabaron con los cultivos y fregaron la vida de este pueblo, considerado la despensa agrícola de Ituango.
María Rocío Cano así lo recuerda: “ellos llegaron como a las dos de ese sábado. Entraron disparando a las tiendas. Sacaron a la gente. Después nos hicieron ir a las mujeres y de los graneros sacaron el grano y lo regaron por las calles”.
También, cuenta María Rocío, disparaban a las gallinas y a los cerdos. “Dejaron nuestros maridos sirviéndoles y humillándolos. Y luego los obligaron a arriar todo el ganado robado”, concluye.
Las calles de El Aro son recorridas una y otra vez por Joaquín Emilio Echavarría. No recuerda su edad. Unos dicen que tiene 98 años, otros 101. En lo que sí concuerdan es en que don Joaquín es uno de los sobrevivientes de la masacre. Con la llegada de los paramilitares al pueblo, se escapó entre cañaduzales. Desde lejos, vio como las llamas volvían cenizas el caserío. Retornó 15 días después de la masacre.
Con él también volvió Rafael Piedrahíta, aún lleno de miedo por el horror. El sábado del infortunio, Rafael fue acostado junto a los campesinos que iban a asesinar. Sintió las botas del paramilitar junto a su cuerpo. Un disparo. Escuchó el borbollón de la sangre de su compañero regarse en el pasto seco. Luego, la pistola en su cabeza. Apretó los labios. Ensordecido escuchó al hombre armado gritar: “ese no lo mate. Ese cucho es buena gente”. Luego le dijo al viejo Rafa: “Me gusta su reloj”. Cinco días después, Rafael le entregó su reloj al paramilitar, y este le dio el suyo.
A las mujeres las pusieron a hacer fila para entrarlas a la caseta de teléfono y violarlas. Todos esos recuerdos volvieron a revolverse el pasado 10 de abril, cuando en el sitio donde asesinaron a los campesinos, erigieron una cruz con 15 clavos que representan las 15 víctimas.
Ese día, el pueblo volvió a ser el mismo que antes de la masacre. La gente salió a las calles, bailaron en el atrio, jugaron fútbol, bebieron. Hasta el corregimiento llegaron delegados del Gobierno —de los que les da picazón—. También los presidentes del Tribunal Superior de Medellín, John Jairo Gómez, y de la Sala de Justicia y Paz de ese tribunal, Rubén Darío Pinilla, quien expresó que la justicia para esta masacre ha sido lenta.
El mensaje de Santiago Londoño, secretario de Gobierno de Antioquia fue claro: “estamos conmemorando, pero también hablando de los retos que tenemos, para reconstruir el tejido social, para reparar integralmente a las víctimas para que se conviertan en ciudadanos en pleno uso de sus derechos. Con esto logramos que el futuro de Ituango sea una página nueva de oportunidades, donde brille el talento, la inteligencia y decencia”.
Los habitantes de El Aro lavaron sus paredes, les dieron color con las pinturas donadas por la empresa privada. Bebieron cerveza. El coronel de la Fuerza Aérea, Juan Pablo Múnera, pidió perdón a la comunidad por los hechos.
Luego todos se fueron, y El Aro volvió a ser el mismo pueblo fantasma después de la masacre. Las puertas de las casas se cerraron y por sus calles se vio deambular solo a Joaquín Emilio, símbolo de resistencia a la barbarie y de un pueblo que se niega a caer en el olvido.