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7 y 9
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A esa hora ya no veía casi. Los pies me sangraban. Por la humedad y la fricción, los tenía escaldados. Había caminado más de cuatro horas buscando a la guerrilla por esos filos. El frente 18 de las Farc. Tenía que explicarles a sus jefes que no era cierto que yo me la pasara hablando mal de ellos sino que el tipo que se había obsesionado conmigo, y me convirtió casi que en su esclava sexual, les llevaba chismes para obligarme a estar con él.
Era 2011 y estaba cansada de llorar y llorar, y de sufrir porque me les hicieran algo a mis tres hijos. Esa no era vida. El sacerdote, en Ituango, me dijo: “no se vaya por allá, hija, si quiere yo la refugio”. Pero le respondí: “no, padre, esta no es vida. Y así no vuelva, voy a ir a quitarme esta zozobra de encima y a poner a mis peladitos a salvo”. Y cogí el bus de escalera a primera hora en la mañana, y apenas llegué al caserío principal de La Granja salí a caminar monteadentro.
Sentía el mismo miedo y la misma ansiedad como cuando los paramilitares me habían bajado del bus, once años atrás, en septiembre de 2000, y después me llevaron con otra pasajera, y nos estuvieron violando durante tres días en un campamento.
Aquí en Ituango, soy líder de las víctimas, en especial de las mujeres y de los niños que han sido objeto de abusos sexuales, un tema del que a la gente aún le cuesta hablar, porque los grupos armados hacen amenazas y presiones para que no se sepa que cometen esas atrocidades. Aquí hay muchas personas que han sido violadas, pero se silencian. Lo otro es que esto avergüenza mucho, no crea.
No estoy contando esto para que la gente sienta pesar, lo cuento en muchos escenarios para que se nos respete y se nos tenga en cuenta. Pero lo cierto es que las víctimas nos sentimos muy solas en todo este proceso, porque no tenemos garantías de seguridad ni de auxilios para sobrevivir.
Sigo: a las doce de la noche logré ubicar a los guerrilleros detrás de la casa de una finca por la que había pasado, pero el dueño me dijo que no había visto a “los muchachos” por ahí. Si supiera lo que me hizo caminar y dar vueltas.
Allá estaba el “Negro Tomás”, el mismo que se desmovilizó hace poco (en septiembre de 2013). Él me dijo “no, vea, ya está tarde, acuéstese que mañana hablamos”. Y yo le dije: “si me acuesto, no amanezco viva. Hablemos ya”. Y así fue. Terminamos de conversar a las 2 de la mañana. Y al día siguiente me dejaron ir porque fui y puse la cara.
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El bus se detuvo de un momento a otro y el conductor gritó que nos teníamos que bajar, todos. Salí con un paquete de galletas y ahí afuera, en el cruce de la entrada al municipio de Toledo, estaban los paramilitares. Yo iba de Ituango para Medellín.
Entonces, uno de ellos me dijo: “usted tan contenta comiendo galleticas, mi amor, y sin saber la que le va a pasar”...
A los pocos minutos, nos dijeron a mí y a otra pasajera que arrancáramos a caminar por la vía. Después, de un momento a otro, nos metieron por entre unos platanales y más adelante unos cafetales. Fueron casi como dos horas de camino. Mientras andábamos, nos decían: “estas guerrilleras hijueputas, no están buenas sino para violarlas”.
Era 13 de septiembre y por allá me tocó pasar el cumpleaños, el 16. Y qué cumpleaños, señor. Allá pasé con esa gente tres noches y cuatro días. Al principio, nos llevaban amarradas a bañarnos a una quebrada, pero yo me quedaba así dizque para salvarme de que me violaran. Ahhh, uno si es ingenuo. Después nos cogieron y eso se turnaban.
A la otra muchacha la dejé de ver una noche que se la llevaron para un rastrojero. Oí unos gritos y después silencio. Al otro día vi el costal junto al charco de sangre. Salí de allá y me fui para Medellín, desesperada, llena de asco y malestar. Me prohibieron ir al médico.
Después regresé al pueblo y no sabía ni cómo decirle a mi compañero lo que había pasado, pero tuve que contarle porque al mes y medio me di cuenta de que estaba en embarazo. Él fue comprensivo. Hoy tengo un hijo de los días en que pasaron esas cosas.
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En las veredas de Santa Rita de Ituango que limitan con La Caucana, en Tarazá, usted no ve sino coca. Desde mediados de los noventa llegaron los cocales y ahí han estado siempre. Con decirle que mis dos primeros hijos, de pequeños, crecieron en las caletas con los raspachines de la hoja. Por allá la gente, si no se sale, le toca sembrar algo.
Para abajo, para La Caucana estaban los paramilitares, y para arriba, para Santa Rita, las Farc. Y ellos siempre presionan a los campesinos para ver de qué lado se hacen.
Es que desde niño uno crece con miedo. Fíjese que cuando estábamos peladitos, mis otros nueve hermanos y yo, mi papá nos escondía. Yo al principio no entendía por qué, pero era para que no nos fueran a reclutar, porque en esa época, 1994, era que estaba cogiendo fuerza el frente 18.
Casi no pude estudiar en esos años porque me tocaba jornaliar en el campo y cuidar a mi mamá. Pero apenas me celebraron los 15 años, con fiesta y marranito, me hice una promesa: “a los 16 me voy de por aquí”. Y así fue. Me bajé para Ituango y de allá una familia me llevó de empleada doméstica a Medellín.
Pero eso fue una esclavitud. No me pagaban y no me dejaban salir a la calle. Ni siquiera asomarme por la ventana. Hasta que una vez que fui a misa con la patrona, aproveché la confesión y le dije al cura que me explotaban y me tenían prácticamente secuestrada. El curita se llenó de indignación y le dijo a mi patrona que me pagara lo que me debía y me dejara regresar. Y volví a Ituango a trabajar en una panadería y después me fui para una finca, otra vez a raspar.
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Cuando rehice mi vida después de la violación de los paramilitares, arranque con mi compañero para La Caucana. Allá trabajábamos de raspachines en una finca. Pero un día que bajamos al pueblo la guerrilla se lo tomó. Fue una plomacera horrible. Nos fuimos a la cancha a ponernos a salvo y allá mataron a cuatro raspachines. Y hubo más muertos en otros lados del pueblo. Quemaron la gallera y el supermercado El Hocicón. También dañaron los consultorios médicos.
En esa época, los campesinos-raspachines -porque uno tenía sus cultivos de pan coger, pero le tocaba sembrar coca- quedamos en mitad de las Farc y del Bloque Mineros de las Autodefensas. Uno estaba en el sánduche.
Imagínese, y yo en embarazo, sin saber de quién. Entonces, después de la toma, mi compañero y yo dijimos metámonos con los desplazados. Allá me agravé y me sacaron para Caucasia a tener el bebé. El pelaíto nació muy enfermo, casi no podía respirar y yo no lo podía alimentar bien porque estábamos sin nada, tirados a la suerte.
Nos volvimos a La Caucana donde una hermana de mi compañero. A los tres meses bauticé al niño y nos metimos otra vez a una finca coquera. Hay que ver: otra vez criando muchachito en las caletas y los cambuches de los raspachines. Ahorramos una plata, pagamos la deuda del hospital de Caucasia, cogimos camino y nos regresamos para Santa Rita. Pero en la trocha nos encontramos con un paramilitar que llamaban “Carecrimen”, y el compañero mío no se aguantó y los insultó y les habló duro, porque me habían violado. Entonces, le dieron una muenda, le dejaron esa cara toda golpeada.
Y estando en Santa Rita a él le dio porque tenía que volver a La Caucana a recoger el registro civil del niño. Cogió camino y no volvió nunca más. Casi al mes me enteré por un primo de él -que era de las Farc y le decían “Motor”-, que los paras lo habían ejecutado. Me dijo que él había enterrado a mi marido en el Alto de Los Tamayos, y quedamos de ir a sacarlo para sepultarlo dignamente, pero como mi historia es así, como si no fuera suficiente tanta cosa, a “Motor” lo mataron y mi hombre se quedó desaparecido.
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Una mujer sola por esos filos, con tres hijos, o guerrea o guerrea. Después de la resignación, me tocó otra vez enfrentármele a la vida, como tantas veces. Y ahí de raspachina me dediqué a ver y aprendí a “quimiquiar”, a cocinar coca. Yo andaba con mis niños y estaba en las veredas. Allá en una finca un tipo se obsesionó conmigo. Y entonces empezó normal, pero después se convirtió en un aprovechado. Empezó a desacreditarme con los guerrilleros, a decirles mentiras, y me amenazaba con ellos y con matar a mis hijos.
Un día mi hijo menor se cortó con un machete y aproveche la excusa y me salí para Santa Rita, al caserío. Allá me puse a trabajar en un almacén, pero un día por la noche que regresé a mi casa, una casa que había comprado por 35 millones de pesos y me quitaron, el tipo se entró por el techo y me dio una golpiza, me fracturó el esternón y me enfermó un seno.
Entonces, otra vez tuve que abandonar todo y bajarme para Ituango con los niños y a buscar atención médica. Allá me siguió hasta el hospital y la policía se lo tuvo que llevar. Después dizque viajó una vez a Medellín con 49 millones de pesos en efectivo, con unos muchachos, y parece que allá lo desapareció una banda.
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Ahora míreme aquí, en mi puesto de remedios. Vengo trabajando con la Mesa de Participación de Víctimas y al tiempo tengo que criar a mis hijos y pagar arriendo. Yo no me rindo, y estoy dedicada a organizar a las víctimas y a hablar sobre la violencia sexual que hemos sufrido las mujeres en esta zona por parte de los grupos armados.
Y por aquí todo es “conversadito”, pero muy en serio. Hay que ser prudentes. Por eso también es que decimos que mientras no se firme algún acuerdo final, las víctimas no tenemos garantías, porque seguimos en los territorios donde, como se puede ver en mi caso y en otros, el conflicto no ha parado. Y con riesgos y sin un peso siempre es que se piensa mucho si seguir o no en esta lucha tan tremenda.
*Nombre cambiado por razones de seguridad..