viernes
7 y 9
7 y 9
Sus hijos le decían Nengo, resultado de un viejo apodo que le puso un amigo y que ellos convirtieron en esa palabra llena de cariño.
Se sentaba en la ventana de su casa a ver tórtolas y palomas comerse el arroz que él mismo les echaba mientras pasaba el dial en un viejo radio con problemas para sintonizar las emisoras, buscando lo mismo noticias que tangos o boleros, cambiándole cada dos por tres las pilas.
Treinta años antes se sentaba en el comedor, rodeado de libros, enciclopedias y diccionarios, para darle forma al Pensagrama, esa invención suya donde vertió toda su inteligencia, humor e irreverencia.
Papel, regla, lápiz para ir midiendo cuadros y contando letras, desechando pruebas hasta lograr el complejo crucigrama que circulaba los domingos con EL COLOMBIANO.
Y esos días, el teléfono de su casa repicaba más que nunca. Llamaban curiosos ávidos de respuestas, buscando la palabra que resolviera, por ejemplo, aquella cuatro horizontal, de cuatro letras: ¿Quiere una fruta de sabor regularongo?, ahí la tiene: ¿desea una colonial ciudad?, es suya; ¿un duro instrumento?, agárrelo.
Lo mismo había preguntas de arte que de mitología, política o geografía, cuestiones sobre sus amores o sus odios contra los agiotistas y los abogados aderezado con su picardía.
“Era el mejor crucigrama de Colombia”, decía orgulloso y agregaba, tras pensarlo un par de segundos: “El mejor del mundo”. Y lo afirmaba con tal convencimiento que había que creerle.
Trabajó más de 30 años en este periódico. En una hoja de vida escrita por el mismo dejó constancia de que fue corrector de pruebas, encargado de la sección Nacional e Internacional y colaborador ocasional, en su primera etapa en EL COLOMBIANO.
Se fue y volvió para fungir como asistente de los jefes de redacción, corrector de estilo, autor de las secciones Pensagrama y Ventagrama y, de vez en cuando, redactor cronista.
“Cuando no he estado vinculado a esta empresa he sido linotipista, prensista, vendedor de seguros, de clubes de lotería, de tumbas y hasta cantinero”, se lee en esa cuartilla mecanografiada donde afirma que cursó estudios como bachiller y técnico en tipografía del Instituto Salesiano Pedro Justo Berrío.
Fue un periodista de esos que ahora llamamos empíricos, que aprendieron no en las aulas de una escuela de comunicación sino en las salas de redacción y que conocieron, como los que más la pasión por este oficio, y supieron transmitirla.
Lector voraz y bohemio, amante del canto, de la música y de sus nietos, sus grandes amores: Catalina, Tatiana, Camilo, Daniel, Luisa María y Daniel Alejandro, algunos de cuyos nombres alcanzó a deslizar en sus pensagramas.
“¿Cómo van las cosas por ese Colombiano?” era su habitual saludo cuando nos veíamos, para luego repetirme que no había una noche en la que no soñara que estaba en el periódico.
Comedor de dulce, amante del chocolate, comentarista de noticias, caprichoso lleno humor... un genio, como solía definir a quienes admiraba. Nació en Ciudad Bolívar, en el Suroeste antioqueño. Falleció en Medellín.
Ayer vi, en los ojos brillantes por las lágrimas de la gente de su casa, el cariño por el padre, el esposo, el abuelo, el hermano, el amigo.
Queda una mecedora vacía, un radio en silencio y unas tórtolas hambrientas esperando que les tiren un puñado de arroz.