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Al maestro Pablo Jaramillo siempre le han interesado las cosas grandes, o mejor aún, inmensas. Lo afirma con convicción y mira con orgullo su mural. No es el único que tiene en un espacio público, por supuesto, están regados por todo Antioquia, empezando por su natal Sonsón, pero este es especial.
Fue un regalo para la Biblioteca Pública Piloto en 1981. Se ubica en la entrada desde entonces, pero con la reapertura recibe ahora más luz y se hace más visible. Lo componen una serie de piezas que se distribuyen en largas franjas horizontales y que juntas hacen un homenaje a la tierra, al agua, al aire y al fuego. Por eso se llama Los Elementos.
Mientras la biblioteca se sometió a una renovación física durante un par de años, el mural de 50 metros cuadrados tragó mucho polvo y perdió sus colores. Sin embargo, se trajo un equipo de restauradores desde Bogotá para devolverle vigorosidad.
Cada segmento representa los componentes fundamentales para hacer el barro. “Uno parte de la tierra, le echa agua, la deja secar y luego la quema, eso es locería”, explica el maestro mientras señala paso a paso cada uno de los elementos presentes.
En orden ascendente, empieza por la tierra, que es la base, luego va el agua, le sigue el aire y culmina con el fuego. Jaramillo despega por un segundo la mirada de la obra y se acerca, como si fuera a contar un secreto: “Te voy a decir cuál es el encanto”, susurra mientras regresa los ojos al frente.
“Este montaje es complicado en el sentido en el que no es obvio. Si tú lo ves de frente se ve plano: hay una serie de cosas que hipnotizan y juegan, pero la dinámica está con la luz porque yo trabajo con ella”.
Según él, es esta la que genera formas y sombras que se ven distintas dependiendo de la hora del día en la que se observe. “Siempre pienso cómo voy a iluminar porque un relieve es la manera de atrancar la luz. Ella destaca lo que yo quiero hacer y así el mural grita”, cuenta con emoción.
Pero más allá, también influye el lugar desde donde se aprecie el mural. Si se ubica a un costado y lo observa de perfil, se dará cuenta de que el conjunto está atravesado por una línea gruesa de arriba hacia abajo.
“Del fuego sale un rayo que cae al suelo”, dice él. La sección donde se ubica se ve más honda y revela un contraste frente a las demás piezas. “Esto está inspirado en los rodillos precolombinos. Cada parte la realicé con uno que tiene un negativo y al imprimir eso en barro fresco queda el relieve”.
Es decir, la que tiene menor relieve es la que genera la positiva. Añade que también se trata de una cuestión narrativa: “El hombre descubrió el fuego cuando cayó un rayo y descubrió que eso podía ser bueno”. Vuelve y lo aprecia y sonríe, le gusta que la gente lo vaya a ver, otra vez, en la Piloto.
El amor por el barro
Así como él se obsesionó con las obras de gran tamaño, su padre tenía una curiosa, pero numérica: 17 hijos, 17 mulas, 17 bueyes, le apostaba al número 17 y así con todo lo demás.
El maestro Jaramillo, quien tiene un museo entero dedicado a su trabajo en Sonsón, afirma que nació y creció en ese pueblo y fue el décimo en llegar a esa enorme familia. Su primera exposición en la biblioteca del municipio fue un 17 de enero, continuando con la cábala.
Conoció la que sería su vocación en la vida por casualidad. Cuando era pequeño y la Catedral del pueblo estaba en planes de ser construida. En ese momento se pensó que la construcción sería en ladrillo y el pueblo consiguió materiales para hacer ladrillos en un lugar ubicado en las faldas del Cerro de las Palomas.
Se construyeron hornos y se hicieron los ladrillos, que eran cientos, pero a pesar de que la producción estaba en marcha, con la visita de un obispo al territorio se convino que mejor fuera hecha en piedra porque había una cantera cerca.
“Todo ese montaje en el cerro quedó lleno de ladrillos macizos crudos. Mi padre era amigo del dueño de esas tierras y como él estaba encartado con esos ladrillos, un día le propuso ir por ellos”. Llegaron al sótano de su casa, sin ningún propósito exacto para darles un uso.
Sus hermanos mayores empezaron a desleír los ladrillos para hacer bolas y lanzarlas a los pájaros. El maestro, que de violento no tiene nada, jugó e hizo figuras con el material. Sin pensarlo, tuvo su primer taller, uno inmenso, dentro de su casa.
Durante la Semana Santa veía las procesiones y las estatuas e intentaba emular lo que veía. Poco a poco fue haciendo caras y cuerpos. En el Liceo encontró a Enrique Gallego Velásquez, quien dictaba dibujo y modelado y se convirtió en su maestro. El pequeño Pablo, con total atención, observaba cada lección, “por eso yo nunca jugué trompo ni balón”.
Estudió profesionalmente en la Universidad Nacional. Después se fue becado a Europa a seguir aprendiendo y al regresar supo que lo que quería era que su producción fuera pública. Por eso decidió vestir la ciudad con murales como el Homenaje a Bolívar en la Universidad Pontificia Bolivariana y otro en el edificio del Icetex.
Se dedicó a la docencia y a la creación y ahora, a sus 81 años se alegra al poder seguirle explicando a la gente el significado detrás de las obras con las que se puede topar en la cotidianidad.