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Sonsón es un museo vivo. Buses de escalera, abigarrados y con paisajes o figuras religiosas pintados en la parte posterior, transitan por las calles estrechas. Transeúntes caminan por las aceras observando hileras de balcones coloridos, ventanas de madera con algún postigo abierto por el que fácilmente puede estar asomada la cara de un viejo, aleros altos en los que anidan palomas... Y todo aquello, moradores, paisajes, arquitectura, autos, consigue que un visitante se traslade mentalmente a tiempos idos.
Y como un museo vivo, sus habitantes, desde el ilustrado hasta el rústico, el profesor y el comerciante, tienen idea del protagonismo de su localidad durante la Colonización Antioqueña. Tienen nociones claras de la grandeza que se vivía en su centro hasta mediados del siglo pasado. De la importancia comercial y religiosa de esta comarca cuyo territorio, 1.323 kilómetros cuadrados, va desde las crestas andinas donde se erige la cabecera hasta las vegas del río Magdalena.
Y se adivina que respiran orgullo de antioqueñidad.
Sunsu, la voz indígena tahamí que significa cañabrava y da origen al nombre del pueblo, se parece al sonido del ulular del viento constante en los oídos, que sopla por unas calles más que por otras, recordándole a la piel los 13 grados centígrados de temperatura.
—Esta es la temperatura de Sonsón —comenta William Arias, el amable guía del Museo Casa de los Abuelos, en un momento en el que camina por el parque central, muy cerca de la escultura férrea y amarilla con la que el artista Edgar Negret eternizó su homenaje al maíz. Y agrega—: El frío también es bueno.
Ruiz es el nombre del parque central. Recuerda el apellido del fundador, José Joaquín Ruiz, quien trazó la población y repartió solares para la construcción de las casas, en 1800.
Un museo vivo que tiene varios museos en cuatro locales. Sin contar varias anticuarias y colecciones de objetos que hablan de tiempos pasados, a través de los labios de los coleccionistas apasionados. Son ellos el Museo Casa de los Abuelos, que contiene tres colecciones: folklórica, costumbrista y arqueológica; el de Pablo Jaramillo, que guarda creaciones de este artista; el de Arte Religioso Tiberio Salazar y Herrera, que, además de su sede principal, tiene una segunda sala llamada Rómulo Carvajal, albergue de las figuras santas de este artista donmatieño, y el de la Prensa.
El Museo Casa de los Abuelos está situado en la calle 9 número 7-30. Es una casa del siglo diecinueve, de una sola planta, con tejados altos, paredes encaladas, patio central con corredores y otros auxiliares, la cual, por sí misma da testimonio de las construcciones de la época.
Permanece con el portón abierto en el día, por la seguridad que da el contraportón cerrado. Este es de dos alas de madera, enrejada en la parte de arriba, por donde se puede ver el interior.
En ese callejón que hay entre la entrada principal y el portón, mientras uno espera que William Arias abra la puerta, va leyendo el poema La casa de los abuelos, de Jorge Robledo Ortiz, pintado en una de sus paredes:
Fatigado viajero: no sigas tu camino
sin antes ver las sombras que habitan esta casa.
Aquí duermen los hitos que alzaron el destino
y escribieron la historia vertical de una raza.
Desde ese momento se entera, gracias al poema, sobre muebles, utensilios, instrumentos y herramientas, y se va formando una idea de la atmósfera de reminiscencia que tiene este lugar.
—El Museo, cuenta William, fue fundado en 1956, por iniciativa de Alfredo Correa Henao. Es uno de los mejor dotados de Colombia en este tema, el de la vida de los siglos diecinueve y principios del veinte, tiempo de la Colonización Antioqueña.
Contiene, continúa diciendo, más de 5.000 piezas costumbristas y más de 50.000 fotografías.
Y avanzando por corredores de piedra y ladrillo que bordean un patio, paredes blanqueadas colmadas de retratos, se accede a la habitación principal, espaciosa y colmada de objetos, entre decorativos y de uso doméstico. Decorativos, como relojes de mesa, retratos y lámparas; de uso doméstico como el aguamanil: un conjunto formado por jarra, palangana y regadera, las tres de porcelana, dispuesto en una mesita especialmente diseñada para contenerlo, del que se valían los habitantes de la casa para “lavarse la cara y las manos solamente”. Hay, además, repisas, piezas de arte religioso y escaparates.
—Esa que se ve ahí, contra la pared, es la cama del poeta Gregorio Gutiérrez González —comenta el guía. Señala una cama no muy ancha, de madera, con cabecera alta, de la cual pende una camándula—. Y en el centro de la habitación, una mesa en la que escribía el autor de Memoria del Maíz en Antioquia. —En una mesa redonda se aprecia un poemario del escritor de Aures; la tinta china, la pluma, el secante, es decir, los implementos con los cuales él habría de escribir, pero no el papel. Un jarrón de cerámica decorado con la figurilla de una mujer de falda larga preside este mueble, rodeado por sillas de cuero provistas de brazos.
¿Por qué estos implementos del poeta en la Casa de los Abuelos? Porque él, oriundo de La Ceja del Tambo, se casó con Juliana Isaza Ruiz —hermana del Obispo de Medellín, José Joaquín Isaza— en ese municipio llamado Tierra de la Esperanza, y allí vivió por mucho tiempo y tuvo varios hijos.
Antioco, como le decían sus contemporáneos, también fue dueño de un escaparate de los que colman esta habitación del recuerdo.
Junto a otra cama, hay un moisés sobre sus patas curvas. Es una suerte de cuna en la que hacían dormir al recién nacido. A la mamá le bastaba, para balancearlo, empujar con un pie el consabido artefacto y este se mecía sobre sus patas.
En uno de los corredores, hay reclinatorios; butacos que cargaban a misa, por si no encontraban escaño; el sofá de los novios, larguísimo, en el que, según explica William, los enamorados se sentaban en los extremos y la mamá en el medio.
El comedor tiene una mesa larga, como la de la Última Cena, porque en ella debía caber la numerosa prole. Se destaca la taza grande para la dieta, es decir, el recipiente de porcelana en el que la recién parida tomaba su caldo de gallina, durante los cuarenta y cinco días de la dieta.
La sala de costura, con las máquinas de coser, por supuesto, y las agujas y artefactos para bordar, tejer, surcir, hilar y remendar. Este sitio era el de “educar a las damas”. Por eso había un puesto para que la abuela doblara tabaco y fuera mascando algunas hojas, y una escupidera para que salivara cada tanto.
La antigua cocina, pisos y paredes rústicas, tiene los tres fogones que funcionaban en aquellos tiempos: el de tres piedras, el de reverbero y el de hornilla. Sobre uno de ellos, el de tres piedras, está el caldero y, arriba de este, pendiendo de una cuerda, el hueso gustador o calambombo. Era el gran hueso que usaban para la sustancia de muchos caldos. Y acostumbraban prestarlo a otras familias para que hicieran su comida. Por eso, con este contexto, no ha de prestarse a equívoco el mensaje que reza en un letrero, que consigna una expresión de aquellos días: «Ni me lo chupe, ni me lo lamba, dos metiditas y me lo manda».
Justamente, alrededor de este fogón están las banquetas, unos asientos bajos, en los que se sentaban a conversar los de la casa, al calor del fuego.
Un taller, con banco y herramientas, está en uno de los corredores adyacentes al patio de atrás. Tacisos, calabozo, hoz...
La colección folklórica contiene los objetos que hacían parte de la vida de pueblo.
La escuela, con sus pupitres y pizarras, y la disciplina, una regla que pendía de un clavo, detrás del escritorio de la profesora, con la que esta les pegaba a los alumnos porque “la letra con sangre entra”, según decían.
La barbería, con silla giratoria y el juego de jarra, balde y ponchera; barberas y máquinas de afeitar. Se aprecia que la barbería era atendida por un hombre sociable y versátil. Como prueba de su sociabilidad, una guitarra descansa en una silla mecedora; de su versatilidad, una máquina de coser Pfafp, sobre la cual un letrero indica: «al peluquero también le quedaba tiempo para desempeñarse como sastre».
El archivo fotográfico de la Casa de los Abuelos contiene el estudio de Emilio Pérez López: «Fotografía Venus», que funcionó en Sonsón entre 1922 y 1970. Más de 50.000 fotografías, de lugares y de paisanos, están guardadas y exhibidas allí, así como las cámaras fotográficas de ese hombre que vivió entre 1904 y 1982. Resulta curioso un tablero en el que se exhiben los retratos de quienes no fueron a reclamar su trabajo y, por consiguiente, nunca lo pagaron.
Un espacio significativo de este Museo es el que recuerda el Banco de Sonsón. Esta entidad tuvo “destacada importancia en la economía regional del sur de Antioquia y del departamento de Caldas, y más en general, de las comarcas que fueron abarcadas por los movimientos de la Colonización Antioqueña en Caldas, Risaralda, Quindío, el norte del Valle del Cauca y el norte del Tolima durante la época mencionada”, de acuerdo con Flor Ángela Marulanda Valencia, en su libro Banco de Sonsón. Historia Empresarial Regional, de la Universidad Nacional.
Centro financiero de la Colonización, este municipio fue residencia del hombre más rico de Antioquia en algún momento de finales del siglo diecinueve: Lorenzo Jaramillo. La imagen de este sujeto, dueño de un aristocrático bigote, está incluida en el billete que se muestra enmarcado en este salón del Museo.
¡Cuántas cosas para mirar y leer en el Museo Casa de los Abuelos! Una vitrina contiene armas. El revólver con cacha de marfil, del célebre guerrero sonsoneño Braulio Henao, partícipe de la batalla de Chorros Blancos, bajo las órdenes de José María Córdova; el machete del general José María Botero Arango, con el que luchó en la Guerra de los Mil Días.
«Maitamá: cuida mis seres, cuida mis viejas leyendas, que siempre viva tu tribu aunque tu tribu esté muerta».
Este texto de Ignacio Escobar está pintado en la sala arqueológica de la Casa de los Abuelos. Fundada en 1999 por Luis Guillermo López Bonilla y Juan Manuel Jaramillo, contiene más de quinientas piezas de cerámica, piedra y orfebrería, de los primeros pobladores de la región.
Dicho en objetos, que es como más entendemos: tiene vasijas, herramientas, urnas funerarias... También una tumba indígena en su tamaño real, con los restos óseos y el ajuar funerario. Un mural de Amanda Villegas, representa las tribus ancestrales.
“Mi museo es Sonsón”. Dice Pablo Jaramillo, cuya obra y taller están albergados en el museo que lleva su nombre.
Hablando desde su barba blanca, el artista señala que ha hecho murales que están diseminados por el pueblo: en la Casa de la Cultura, en la Casa de los Abuelos, en la Alcaldía, en el Museo de Arte Religioso... Diseñó el hotel Tahamí y hay letreros en muchas fachadas con la letra que él creó, un estilo que ya se va volviendo sello.
Situado en la Ciudadela Educativa El Lago, justo al frente del colegio donde él estudió, el Museo contiene su homenaje al barro. Figuras de mujer —“no hay éxtasis mayor que el de una mujer cuando mira hacia arriba”, comenta—, rostros de héroes, de cristos y de artistas, módulos de murales suyos celebrados en varios sitios de Medellín... Y el taller.
—Sin el taller, este museo no tiene sentido.
—El Museo de Arte Religioso Tiberio Salazar Herrera funciona desde 1971 y fue creado por iniciativa del artista Rómulo Carvajal y la poetisa Lucía Javier.
Indica su director, Élmer Flórez, quien recibió este museo hace 37 años.
De propiedad de la Iglesia, el Museo contiene gran parte de la obra de los artistas de la dinastía Carvajal: Álvaro, el padre; Álvaro, el hijo y Constantino. Muchas de esas imágenes hacen parte de los pasos de Semana Santa. Otras piezas semejantes, aunque procedentes de Europa.
La colección más importante del país en vestuarios y ornamentos sacerdotales.
Una sala independiente alberga la obra de Rómulo Carvajal. La primera impresión le ofrece al visitante la idea de que entró a un lugar atestado de personas: son las vírgenes y los santos de Rómulo, vestidos con elegancia.